Los verdaderos amigos siempre están ahí cuando los necesitas. Te entienden, soportan tus malhumores, te quieren tal como eres, te ayudan en la toma de decisiones difíciles... Yo me considero muy amigo de mis amigos. Por aquél entonces, estaba yo viviendo una difícil situación: La pérdida de mi madre y mi separación matrimonial en apenas seis meses de tiempo, fueron dos hechos que me sumieron en un estado de desgana continua y depresión. “No hay nada que no pueda arreglar un fin de semana en la montaña” me dijo. Fueron dos días de paz, agotadoras caminatas, aire puro, cómplices y emocionadas conversaciones nocturnas…Me abrí completamente a mi amigo del alma y expulsé toda mi amargura interna. No sé si alguna vez habéis sentido el insoportable dolor de tener sangre encerrada en la punta de un dedo y el indescriptible alivio que se produce cuando emerge tras abrir un pequeño orificio en la uña. Así fue mi terapia. Cuarenta y ocho horas con un verdadero amigo y volví a ser el de antaño: alegre, animado y con ganas de vivir. Para celebrarlo subimos al risco más alto y abrupto de la zona. Al llegar nos sentimos en la auténtica cima del mundo. El paisaje era sublime. Se divisaban montes, valles, pequeños pueblos como de hormigas, y si se forzaba un poco la vista incluso se podía atisbar el mar en el horizonte. Mientras nos arrimábamos un poco más al borde del abismo, él me dijo: “Cuando estoy en este tipo de situaciones, a menudo el corazón se me acelera y me asalta una necesidad casi irrefrenable de saltar al vacío; de atreverme a dar un pequeño paso más; un minúsculo avance y ya no hay marcha atrás…”. Después de todo lo que había hecho por mí durante el fin de semana, encontré la forma de corresponderle mientras aproximaba mi mano hacia su espalda.
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