Quería triunfar a toda costa;
aunque sólo fuese una vez. Deseaba fervientemente sentir el sincero
reconocimiento del público; cualquier público, numeroso o escaso. Le era
indiferente el escenario: Gran auditorio, salón de actos del instituto o íntima
velada nocturna de campamento. Necesitaba conocer el sabor del éxito;
experimentar la sensación de tener la audiencia rendida a sus pies, emocionada.
La oportunidad se le presentó en forma de concurso de interpretación para principiantes en el mundo de la escena. Preparó a conciencia su actuación. La repitió con matemática precisión una vez tras otra y le añadió todo el sentimiento que pudo. En cada uno de los solitarios ensayos exprimía su corazón y generaba un zumo cálido, dulcemente amargo. Si alguien hubiese entrado en su habitación incluso mucho tiempo después de finalizar la sesión, habría percibido un olor a tristeza contenida, como cuando una bella rosa comienza el inevitable proceso decadente que la vuelve marchita. No le cabía ninguna duda de que el público sucumbiría en silencioso llanto ante el torrente de sentimientos que emanarían de su actuación.
No sé qué pudo salir mal: un movimiento extraño, un inoportuno gesto, una descontrolada mueca… Lo cierto es que una sonrisa levemente sonora, casi un proyecto de carcajada, surgió de una de las primeras filas como una pequeña gota preludio de una tormenta de verano. Detuvo su actuación con exagerado gesto de perplejidad, lo que provocó otros amagos de risa salpicados por la platea. Sintió pánico, ira; vociferó, suplicó y se derrumbó en un llanto inconsolable mientras una estrepitosa hilaridad inundaba todo el teatro. Huyó de allí, derrotado, imprimiendo tal velocidad y con tal sensación de angustia que no escuchó la atronadora ovación que se le fue otorgada, ni por supuesto acudió a recoger el primer premio.
La oportunidad se le presentó en forma de concurso de interpretación para principiantes en el mundo de la escena. Preparó a conciencia su actuación. La repitió con matemática precisión una vez tras otra y le añadió todo el sentimiento que pudo. En cada uno de los solitarios ensayos exprimía su corazón y generaba un zumo cálido, dulcemente amargo. Si alguien hubiese entrado en su habitación incluso mucho tiempo después de finalizar la sesión, habría percibido un olor a tristeza contenida, como cuando una bella rosa comienza el inevitable proceso decadente que la vuelve marchita. No le cabía ninguna duda de que el público sucumbiría en silencioso llanto ante el torrente de sentimientos que emanarían de su actuación.
No sé qué pudo salir mal: un movimiento extraño, un inoportuno gesto, una descontrolada mueca… Lo cierto es que una sonrisa levemente sonora, casi un proyecto de carcajada, surgió de una de las primeras filas como una pequeña gota preludio de una tormenta de verano. Detuvo su actuación con exagerado gesto de perplejidad, lo que provocó otros amagos de risa salpicados por la platea. Sintió pánico, ira; vociferó, suplicó y se derrumbó en un llanto inconsolable mientras una estrepitosa hilaridad inundaba todo el teatro. Huyó de allí, derrotado, imprimiendo tal velocidad y con tal sensación de angustia que no escuchó la atronadora ovación que se le fue otorgada, ni por supuesto acudió a recoger el primer premio.
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