Maridaje musical: "One more kiss, dear" (Vangelis) enlace youtube
Cada sábado por la tarde, durante toda su infancia, acudía con su abuelo al parque para jugar, columpiarse y sobre todo para alimentar a las palomas a base de granos de arroz o migas de pan. Era el mejor momento de la semana. Sólo unos puñaditos de arroz en una bolsa, que su madre puntualmente le apartaba, constituían un tesoro de incalculable valor que le proporcionaba infinita satisfacción. Los ocasionales paseantes no podían evitar contemplar, con una sonrisa, la felicidad que irradiaba un niño plantado en un parterre de aves. Algunas, más atrevidas, se le encaramaban a los antebrazos para disponer de un mejor acceso a las semillas de cereal amontonadas en las palmas de ambas manos, lo que le producía un cosquilleo que desencadenaba sinceras y atronadoras carcajadas. Una de esas tardes en las que estaba absorto con sus colúmbidos amigos, quiso el destino que su abuelo le dejase para siempre mientras le observaba desde uno de los bancos próximos. Sin razón alguna condenó a las palomas por el triste deceso y en ese instante comenzó a brotar un rechazo que pronto se convirtió en una irrefrenable aversión. Hoy, después de casi sesenta años, la mayor parte de cada día lo desperdicia alimentando su ya impotente odio; en inútil reflexión sobre cómo ha derrochado su tiempo en una implacable persecución exterminadora de esas “ratas aladas.” Esa fue su actividad principal justo hasta el momento en el que le sobrevino el accidente de coche que le dejó inmóvil de cuello para abajo, precisamente por hacer un brusco giro buscando aplastar un trofeo más, que saciase su voraz obsesión. Ahora sufre su particular penitencia viendo cómo sobre el velux de su habitación abuhardillada, pequeñas hordas de palomas se turnan en constante vigilancia, produciendo una gutural onomatopeya a modo de horrísona burla.
Cada sábado por la tarde, durante toda su infancia, acudía con su abuelo al parque para jugar, columpiarse y sobre todo para alimentar a las palomas a base de granos de arroz o migas de pan. Era el mejor momento de la semana. Sólo unos puñaditos de arroz en una bolsa, que su madre puntualmente le apartaba, constituían un tesoro de incalculable valor que le proporcionaba infinita satisfacción. Los ocasionales paseantes no podían evitar contemplar, con una sonrisa, la felicidad que irradiaba un niño plantado en un parterre de aves. Algunas, más atrevidas, se le encaramaban a los antebrazos para disponer de un mejor acceso a las semillas de cereal amontonadas en las palmas de ambas manos, lo que le producía un cosquilleo que desencadenaba sinceras y atronadoras carcajadas. Una de esas tardes en las que estaba absorto con sus colúmbidos amigos, quiso el destino que su abuelo le dejase para siempre mientras le observaba desde uno de los bancos próximos. Sin razón alguna condenó a las palomas por el triste deceso y en ese instante comenzó a brotar un rechazo que pronto se convirtió en una irrefrenable aversión. Hoy, después de casi sesenta años, la mayor parte de cada día lo desperdicia alimentando su ya impotente odio; en inútil reflexión sobre cómo ha derrochado su tiempo en una implacable persecución exterminadora de esas “ratas aladas.” Esa fue su actividad principal justo hasta el momento en el que le sobrevino el accidente de coche que le dejó inmóvil de cuello para abajo, precisamente por hacer un brusco giro buscando aplastar un trofeo más, que saciase su voraz obsesión. Ahora sufre su particular penitencia viendo cómo sobre el velux de su habitación abuhardillada, pequeñas hordas de palomas se turnan en constante vigilancia, produciendo una gutural onomatopeya a modo de horrísona burla.
Esta noche se ha despertado sobresaltado y empapado en sudor debido a la intensa ola de calor que dura casi una semana. Inmediatamente repara en un extraño silencio y clava sus ojos en la ventana que está sobre su cabeza. Está abierta. Baja entonces la mirada y contempla una alfombra de inmóviles ojos y picos que aguardan, como si estuviesen escenificando un sagrado ritual previo al inminente festín. De ningún modo pedirá auxilio. Está dispuesto a sacrificar su vida en desigual batalla, a cambio de la posibilidad de incrementar, aunque sea en una unidad, el número de bajas del endemoniado bando enemigo. Apenas acierta a abrir su boca en el instante en que una nube de plumas se abalanza sobre su cuerpo.
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