domingo, 27 de octubre de 2013

Órdago







No se podía ser más competitivo. En todas partes veían la oportunidad de una contienda, una carrera, una apuesta,… El destino los citó en la sala de quimioterapia de un hospital, a la que acudían periódicamente para prestar sus venas como autopistas de un líquido destructivo, que barría sin pedir documentación cuanto  encontraba a su paso, asumiendo los daños colaterales a cambio de diezmar al enemigo. En una de esas largas y tediosas tardes en las que coincidían esperando turno para el lavado interior con “napalm” celular, comenzaron a conversar sobre lo que desde hacía unos meses dirigía sus vidas: sus respectivos males. Ambos estaban convencidos de que la probabilidad de éxito de aquel ritual químico era similar a la del intento de vaciar el océano con una cuchara sopera, pero se sometían estoicamente al proceso como acto de fe. ¿Cómo salir victorioso de una criba de células malignas, si éstas suponen “el todo”?. Cual tétrica paradoja, la victoria en este caso suponía la extinción, y por ende la derrota.

                Casi sin darse cuenta iniciaron una pugna sobre cuál de sus tumores era más agresivo y ese debate les hizo aquella tarde más llevadera. No llegaron a un veredicto final del combate y aplazaron la discusión para un próximo encuentro. Curiosamente, el deseo de reanudar el choque dialéctico les mantuvo ocupados recopilando información sobre los devastadores efectos de sus respectivos cánceres con el objeto de obtener contundentes pruebas con las que convencer a su adversario. Por primera vez en todo el ciclo de la quimioterapia, se mostraron deseosos de volver a encontrarse en aquella sala. Un aliciente para acudir a las sesiones había nacido del macabro envite.

                Una vez más no hubo vencedor en ese segundo asalto pugilístico. Aquella disputa era como determinar al más malévolo entre Satanás y Lucifer. Entonces, uno de ellos formuló la apuesta definitiva y dio un giro a la competición:

-       Te apuesto mi propia vida contra la tuya, a que soy el último de los dos en dejar este mundo.
-       ¡Trato hecho! – contestó el otro sin el menor titubeo.

Un nuevo torneo surgió entre ellos. Su carácter de ganadores no les permitía dar su brazo a torcer y sesión tras sesión acudían solícitos a la cita con una sonrisa victoriosa,  a pesar de que el cáncer continuaba horadando las entrañas de ambos. Cuando llegaron a la fase terminal y fue preciso ingresarlos, pidieron compartir habitación, revelando su apuesta como justificación de la petición. Los médicos, atónitos, accedieron quizá como quien concede su último deseo a un condenado. 

Pasaron días, semanas, meses…, durante los cuales, en la cuarta planta de un hospital a las afueras de la ciudad, seguía celebrándose una carrera entre dos incansables atletas que no era capaz de determinar al triunfador. En el fragor de la batalla, mientras luchaban el uno contra el otro, forjaron la derrota del tercero en discordia, del que se habían olvidado. La insistencia fruto de su exagerada competitividad, hizo comprender a los tumores que les aquejaban, que no tenían nada que hacer y finalmente fueron ellos los que acabaron por rendirse.

Casi un año después, en el vestíbulo del hospital, se improvisó un extraño pódium con un sólo escalón rotulado con el número uno. Sobré él, los dos rivales se premiaron mutuamente con un abrazo que rubricó el empate técnico.

viernes, 4 de octubre de 2013

Maldición

Maridaje musical: "Once upon a time in America" (Ennio Morricone) enlace youtube


Contempla la ciudad desde la azotea, subido en el murete de piedra que remata el edificio. Le encanta sentir el frescor en el rostro, causado por una brisa que asciende desde las copas de los árboles del parque de enfrente y que se llega hasta el piso cincuenta, para acariciar sus mejillas y mesarle el pelo con la ternura de una mano invisible. Un soplo que la naturaleza le proporciona cada día, como si conociese su desdicha. Se acomoda en el borde, dejando los pies colgando hacia el vacío, relajados, igual que péndulos de un viejo reloj de pared y se dedica a su vigilancia cotidiana; alerta; a la escucha; atento a cualquier movimiento.

     Desea tener una vida normal: conocer el miedo, el dolor físico; disfrutar del amor correspondido. Todo eso le está vetado. Ha maldecido una infinidad de veces el momento en el que decidió confesar lo que toda su familia sospechaba, pero no se atrevía a creer, ni mucho menos a decir. Los indicios de sus extraordinarios poderes llegaron a ser tan abundantes que no pudo ocultarlo por más tiempo. Levantar a la edad de dos años la cama del cuarto de sus padres para coger una pelotita que había rodado debajo; escuchar con nitidez conversaciones de los vecinos del inmueble del otro lado de la calle o leer con toda claridad un periódico situado a más de veinte metros, podían pasar a duras penas por cualidades de un niño superdotado. Pero el hecho de ser atropellado por un automóvil sin sufrir fractura alguna, se volvió un suceso imposible a la vista del estado en el que quedó el coche tras el impacto con su cuerpo. Ahí se desató su calvario. Comenzó una época de investigaciones en torno a su organismo en las que le hicieron multitud de pruebas de todo tipo y condición: estudios genéticos, punciones corporales para sacar muestras de tejidos, test de fuerza, de resistencia, de potencia… Toda esa infinidad de experimentos le privaron de una infancia a la que tenía todo el derecho. 

            Aquella condena sin culpa que redimir, se prolongó hasta que alcanzó la mayoría de edad. A partir de ese momento no pudieron retenerlo más y tuvieron que dejarlo en “libertad”. Pero se trataba de una libertad ficticia, condicional. Se inició  entonces una nueva condena aún peor que la anterior, impuesta por él mismo: Alejarse de todo vestigio humano y recluirse en un lugar recóndito durante cuatro largos años. A su vuelta tomó la única opción que sus propias entrañas le ofrecieron: vivir al servicio del prójimo al igual que todos los superhéroes que conoció en su niñez mientras vagaba entre salas de hospital y laboratorios clínicos. Personajes que habitaban en los comics cuyas andanzas iban a constituir la profecía de su propia vida.


Se convirtió por sus actos en el ser más admirado y querido del universo. Construyó un inmenso lazo afectivo con la totalidad de la humanidad, por el que se intercambian buenas acciones y cariño anónimo en un trueque desigual. Recibe un inmenso amor huérfano, desprovisto del calor de un beso; carente de la magia que supone una simple caricia. Su maldición es tal, que ni siquiera hay en el mundo un antagonista de su nivel contra el cual medirse, justificando así su existencia. 

Todos le admiran sin sospechar que se cambiaría de inmediato por cualquiera de ellos. Despojarse de sus superpoderes, aunque sea para llevar la más miserable de las vidas mundanas, es su mayor deseo. Sin embargo sabe que nunca le será concedido.