Cuando escuché el disparo creí salir
más rápido que la propia bala. Fui incrementando mi ritmo de zancada de forma
progresiva en los instantes iniciales. La estrategia consistía en aumentar la
velocidad hasta un punto en el cual pudiese mantenerla durante los primeros
trescientos metros, para exprimirme al máximo en los cien finales. Era mi última
prueba y quería despedirme a lo grande. A mis treinta años recién cumplidos y
después de una brillante trayectoria como atleta en la que coseché dos medallas
olímpicas, me había procurado unos rivales razonablemente asequibles para mi
postrera aparición pública.
Enfilé
la última recta en primera posición, seguido de cerca por un muchacho joven.
Una de esas promesas que emergen continuamente y que acaban convirtiéndose en
humo que se desvanece a las primeras de cambio. Era el momento de acelerar a
tope. Iba a terminar con un estupendo tiempo, a la altura de los mejores de mi
carrera. Entonces vi por el rabillo del ojo cómo el chico se situaba a mi lado con aparente facilidad, manteniendo mi velocidad para dedicarme una
sonrisa. A continuación salió despedido hacia adelante dejándome literalmente
clavado. En ese último hectómetro me sacó casi cinco metros de ventaja. Dejó
parado el crono en los guarismos de mi mejor marca personal, a sólo dos décimas
del record mundial. Todo ello sin aparente esfuerzo.
Me
tragué mi orgullo y disimulando el enorme enfado me acerqué a felicitarlo con
un gélido apretón de manos mientras le espetaba en su cara un brusco “enhorabuena.”
Él me regaló una nueva sonrisa y casi sin tiempo nos vimos en el podio para la
entrega de premios.
-
Acabas de humillarme en mi despedida y ahora
quieres echar sal en la herida con esto…
-
No se enfade. Realmente usted es el responsable
de que yo me dedique al atletismo y me gustaría tener su firma. La guardaré
como uno de mis más preciados tesoros.
-
¿Cuántos años tienes hijo?
-
Diecisiete
Me quedé atónito y no pude
disimular una enorme mueca de asombro.
-
¡Diecisiete años, y has hecho una marca
estratosférica! ¿Quién te entrena?
-
Nadie. Yo soy mi propio entrenador.
No cabía duda de que me estaba
tomando el pelo; así que me dispuse a terminar cuanto antes con aquella burla.
-
A ver, ¿dónde quieres que te firme?
Tendiéndome una foto me dijo:
-
Fírmemela en el reverso. Llevo una década
esperando este momento.
Reviví de
nuevo aquél instante en el cual, debido al enorme cansancio tras una noche sin
dormir, cerré los ojos tan sólo unos segundos… El tiempo suficiente para que
fuese imposible evitar el impacto contra la bicicleta conducida por un
muchacho, que surgió repentinamente de una urbanización. Recordé con exactitud
el momento de la foto: yo estaba destrozado y había acudido al hospital para
visitar a ese niño que se encontraba en coma, con escasas posibilidades de
mantenerse con vida. La perspectiva más probable, en caso de supervivencia, era
estar condenado a una inmovilidad total del cuello hacia abajo. El fuerte
hematoma, no obstante, impedía ver si la médula se había seccionado
completamente. Me maldije un millón de veces por mi fatal descuido y fueron los
propios padres quienes, apartando durante unos instantes su inmenso dolor, me
consolaron diciéndome que incluso estando en plenas facultades, la colisión se
habría producido de igual manera. Antes de marcharme, me solicitaron posar junto
al chico. Con veinte años era un deportista de élite, conocido mundialmente. Es
la única foto que me han hecho en la que no se atisba ni un proyecto de
sonrisa. Algunos meses más tarde supe que ya estaba en una silla de ruedas y di
gracias a dios por ello, desentendiéndome definitivamente de su evolución y
centrándome en mi actividad deportiva plagada de éxitos.
-
Tú eres…
-
Sí… Alejandro. Encantado de conocerte.
-
¡Tienes un potencial enorme! ¡Déjame que te
busque un entrenador y harás historia!
Su categórica respuesta, aún hoy,
al recordarla, me eriza el vello de todo el cuerpo.
-
¡Acabo de hacer historia! Y… también me retiro.
Aquella derrota la guardo en la
mente como el mayor de mis triunfos.