Maridaje musical: "The show must go on" (Queen)
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Era el mejor en su trabajo y tenía una enorme reputación tanto entre sus compañeros como entre sus subordinados. Habían sido requeridos sus servicios en innumerables ocasiones y nunca titubeó ni un solo instante, acudiendo solícito a dichos requerimientos para solventar con éxito las extremas situaciones a las que se vio enfrentado. Un artificiero no se puede permitir el lujo de dudar cuando de su pericia depende la vida de terceras personas, inocentes y a menudo ignorantes del peligro en el que se encuentran.
Aquella mañana, una llamada telefónica le iba a cambiar su percepción del mundo, aunque él aún no era consciente de ello. Su presencia era necesaria en la sede de Naciones Unidas, pues se había recibido un aviso de bomba cuya explosión estaba prevista en tan solo una hora. Además, el terrorista había informado de que sería inútil intentar la evacuación del edificio, ya que había colocado sensores en las puertas de salida del mismo que adelantarían el fatídico desenlace en cuanto se produjese la menor apertura. En el día elegido se celebraba una cumbre mundial con la presencia de los principales Jefes de Estado de los países denominados “desarrollados.” No se enunció ninguna exigencia a cambio de la vida de los líderes mundiales. La suerte estaba echada. ¿Por qué entonces se había tenido la “deferencia” de avisar? Nuestro protagonista sabía muy bien la respuesta: El violento respondía al perfil de fanático con deseos de grandeza y disfrutaba con el pánico y nerviosismo general de los momentos previos, tanto o más que con el inevitable final.
Con el objetivo de eludir precisamente ese pretendido descontrol fruto del miedo, no se informó a los protagonistas de la cumbre del peligro de muerte que corrían. Tan sólo los altos cargos del Departamento de Seguridad del Estado, el encargado de intentar la desactivación y su ayudante eran conocedores de la situación. Tras practicar un pequeño butrón en una de las paredes posteriores del inmueble, el binomio humano ingresó en la sala donde se encontraba el artefacto. Se trataba de una tétrica obra de arte dispuesta a producir una hemorragia de muerte y destrucción que sin duda traería consigo un nuevo orden mundial. Este hecho no le fue ajeno al experto artificiero. Meditó sobre las consecuencias que presumiblemente estaban a punto de producirse tras el más infausto de los desenlaces. Reflexionó sobre su vida, en la que su único amor era su trabajo, al que se dedicaba en cuerpo y alma hasta el punto de que nunca se había decidido a formar una familia debido a la alta probabilidad de dejarla desamparada en cualquier momento. Trató de ponerse en el lugar del asesino de masas intentando averiguar las razones que le habrían llevado a planear tamaño magnicidio. La vida de los dominadores del mundo estaba en sus manos y dependía de su habilidad para evitar la detonación. Tuvo más dudas que nunca sobre qué cables seccionar. Quedaban sólo unos pocos segundos y no podía quedarse quieto e impasible. Quizá si estuviese sólo podría permitírselo, pero no en presencia de su ayudante. Tenía una reputación que debía mantener hasta el final. Era preferible la equivocación a la inhibición. En el último momento lo tuvo absolutamente claro y tomó una decisión. Apenas una décima de segundo después de su acción, comprendió que por primera vez había elegido la opción equivocada.
Cuando al día siguiente era condecorado por su nuevo “éxito” al “indultar” a los amos del planeta de su programada destrucción, las lágrimas corrían por sus mejillas. Eso le hacía parecer más humano a los ojos de la multitud que contemplaba la escena. Lo que ellos no sabían era que ese llanto no provenía de la emoción, sino de la rabia y desesperación por la oportunidad perdida.
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Era el mejor en su trabajo y tenía una enorme reputación tanto entre sus compañeros como entre sus subordinados. Habían sido requeridos sus servicios en innumerables ocasiones y nunca titubeó ni un solo instante, acudiendo solícito a dichos requerimientos para solventar con éxito las extremas situaciones a las que se vio enfrentado. Un artificiero no se puede permitir el lujo de dudar cuando de su pericia depende la vida de terceras personas, inocentes y a menudo ignorantes del peligro en el que se encuentran.
Aquella mañana, una llamada telefónica le iba a cambiar su percepción del mundo, aunque él aún no era consciente de ello. Su presencia era necesaria en la sede de Naciones Unidas, pues se había recibido un aviso de bomba cuya explosión estaba prevista en tan solo una hora. Además, el terrorista había informado de que sería inútil intentar la evacuación del edificio, ya que había colocado sensores en las puertas de salida del mismo que adelantarían el fatídico desenlace en cuanto se produjese la menor apertura. En el día elegido se celebraba una cumbre mundial con la presencia de los principales Jefes de Estado de los países denominados “desarrollados.” No se enunció ninguna exigencia a cambio de la vida de los líderes mundiales. La suerte estaba echada. ¿Por qué entonces se había tenido la “deferencia” de avisar? Nuestro protagonista sabía muy bien la respuesta: El violento respondía al perfil de fanático con deseos de grandeza y disfrutaba con el pánico y nerviosismo general de los momentos previos, tanto o más que con el inevitable final.
Con el objetivo de eludir precisamente ese pretendido descontrol fruto del miedo, no se informó a los protagonistas de la cumbre del peligro de muerte que corrían. Tan sólo los altos cargos del Departamento de Seguridad del Estado, el encargado de intentar la desactivación y su ayudante eran conocedores de la situación. Tras practicar un pequeño butrón en una de las paredes posteriores del inmueble, el binomio humano ingresó en la sala donde se encontraba el artefacto. Se trataba de una tétrica obra de arte dispuesta a producir una hemorragia de muerte y destrucción que sin duda traería consigo un nuevo orden mundial. Este hecho no le fue ajeno al experto artificiero. Meditó sobre las consecuencias que presumiblemente estaban a punto de producirse tras el más infausto de los desenlaces. Reflexionó sobre su vida, en la que su único amor era su trabajo, al que se dedicaba en cuerpo y alma hasta el punto de que nunca se había decidido a formar una familia debido a la alta probabilidad de dejarla desamparada en cualquier momento. Trató de ponerse en el lugar del asesino de masas intentando averiguar las razones que le habrían llevado a planear tamaño magnicidio. La vida de los dominadores del mundo estaba en sus manos y dependía de su habilidad para evitar la detonación. Tuvo más dudas que nunca sobre qué cables seccionar. Quedaban sólo unos pocos segundos y no podía quedarse quieto e impasible. Quizá si estuviese sólo podría permitírselo, pero no en presencia de su ayudante. Tenía una reputación que debía mantener hasta el final. Era preferible la equivocación a la inhibición. En el último momento lo tuvo absolutamente claro y tomó una decisión. Apenas una décima de segundo después de su acción, comprendió que por primera vez había elegido la opción equivocada.
Cuando al día siguiente era condecorado por su nuevo “éxito” al “indultar” a los amos del planeta de su programada destrucción, las lágrimas corrían por sus mejillas. Eso le hacía parecer más humano a los ojos de la multitud que contemplaba la escena. Lo que ellos no sabían era que ese llanto no provenía de la emoción, sino de la rabia y desesperación por la oportunidad perdida.
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