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Aquella tarde me encontraba a la deriva por el inmenso océano de datos denominado Internet, cuando embarranqué en una ventana que surgió repentinamente frente a mi cara con el siguiente texto: “Emplee no más de 10 minutos en una pequeña tarea y reciba 500 euros”. Quizá por curiosidad, hice “clic” con el ratón en el botón de aceptar que me mostraba el monitor y de inmediato apareció ante mí un formulario. Decidí continuar hasta el previsible momento en el que se me solicitasen los datos de mi tarjeta de crédito. Cubrí el impreso electrónico identificándome con un pseudónimo inventado para la ocasión; marqué la casilla de aceptación de las condiciones y proporcioné una de las muchas direcciones electrónicas de las que dispongo para estos casos. Apenas medio minuto después de completar el registro, llegó la primera comunicación a mi buzón con un intrigante encargo: “Estimado Coricionte: mañana, entre las 9:02 y las 9:04, debe vaciar la papelera señalada en el siguiente mapa de su barrio.”
Aquello me pareció verdaderamente increíble y he de confesar que me asustó un poco el hecho de que supiesen dónde vivía. Inmediatamente concluí que eso era debido a que habrían detectado la dirección IP de mi ordenador y a partir de ella sabrían la zona en la que resido. El correo estaba remitido por Lucy@onreva.com. Procedí a buscar en la red un propietario, pero una y otra vez me daba de bruces con el siguiente mensaje: “La búsqueda no produjo resultados”. Esa noche me fui a la cama con una sensación de cierta intranquilidad que se disolvió completamente con la llegada del nuevo día.
A la mañana siguiente, quiso el azar que tras dejar a mi hija en el colegio, cuando apenas eran las 9 de la mañana, pasase justo al lado de una solitaria papelera cuya ubicación conocía por el mapa recibido. Con renovado brío me dispuse a retomar la broma y aprovechando la soledad del lugar en esos momentos, solté la tapa de abajo dejando caer un montón de papeles y basura al suelo. Eran las 9:03 por el reloj de mi móvil y se dio la circunstancia de que no hubo testigos de mi gamberrada urbana. Mientras me dirigía al trabajo, algunos remordimientos asaltaron mi ánimo pero desaparecieron en el momento en el que la diaria vorágine laboral requirió toda mi atención. Al retornar al hogar a última hora de la tarde, olvidada ya la travesura matutina, mi esposa me tendió un sobre dirigido a mí que no tenía remitente. En su interior había un décimo de lotería del sorteo celebrado el día anterior. Con una inquietante sospecha acudí lo más rápido que pude a mi ordenador para comprobar el boleto y me quedé petrificado al conocer el premio obtenido: 500 euros. Aquello no podía ser casualidad, así que envié un “email” a Lucy para pedirle explicaciones; pero el mensaje volvía rebotado a mi bandeja de entrada indicando que el destinatario no existía. Esa noche apenas pude pegar ojo y los escasos momentos de reposo estuvieron presididos por terribles pesadillas.
Una vez más, como en la jornada anterior, el nuevo día me devolvió la tranquilidad. Decidido a aprovechar convenientemente el premio recién cobrado me dispuse a darme un pequeño homenaje en forma de desayuno mientras hojeaba el periódico de manera distraída. La taza de café se me cayó de las manos al leer el titular: “Empleado municipal se suicida por una papelera”. Devoré literalmente las palabras que desarrollaban la noticia para comprobar que el individuo se había descerebrado de un disparo, debido a su despido por haber vaciado una papelera. Por lo visto, el hombre ya había sido sancionado en diversas ocasiones por pequeños sabotajes similares y aunque su conducta parecía reconducida, esta última acción fue la gota que colmó el vaso de la paciencia de las autoridades municipales. Apenas tuve tiempo de llegar a los servicios de la cafetería para vomitar todo el desayuno mientras lloraba como un niño. Me dirigí a la oficina con la intención de no desistir hasta averiguar la auténtica identidad de la tal Lucy. Todos mis intentos fueron en vano. Perdí la noción del tiempo; en situación de trance; absolutamente absorto leyendo una y otra vez, obsesivamente, la fatídica dirección electrónica. Finalmente el terror se apoderó de mí cuando, jugando con las letras, acerté a leer en sentido inverso la palabra tras la arroba: onreva. “Lucy” no era una chica; ni siquiera era de este mundo. Esa misma noche recibí en mi bandeja de correo el contrato permanente que había contraído con mi infernal patrón, al aceptar las condiciones y ejecutar la primera “pequeña acción”.
Desde ese día muchas otras me han sido encomendadas periódicamente. He dejado mi trabajo de oficina y dispongo de un enorme desahogo económico fruto de mis servicios. A cambio un fuego abrasador, avivado por las consecuencias de mis “inocentes actos”, me consume por dentro, me asfixia, me obliga a mantener vivo el cuerpo, muerto el espíritu: como un zombie al servicio del mismísimo Lucy..fer.
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