Maridaje musical: "Tubular bells" (Mike Oldfield) enlace youtube
Desde el momento en que la vio traspasar el umbral de su casa, supo que no era como las anteriores. Poseía un halo enigmático y misterioso; el perfume que llevaba le producía cierta repulsión; su descaro y aparente seguridad en sí misma la atemorizaban. Después de una semana de convivencia comenzó a sentirse como una prisionera en su propia casa. Amanecía muy nerviosa, débil e intranquila. Además, la fragancia que emanaba del cuerpo de su nueva huésped, consecuencia de la extraña loción que seguramente se aplicaba dos o tres veces al día, le resultaba insoportable y le producía una especie de somnolencia hipnótica. El día que descubrió las runas tatuadas en la cara interna del antebrazo de la joven, sintió una quemazón interior que casi la derribó. Estaba segura de que en su ausencia examinaba toda la casa buscando, indagando e impregnándolo todo con ese insufrible aroma. En ocasiones, escuchaba murmullos ininteligibles que salían de la estancia de la inquilina, lo que le ocasionaba un dolor en las entrañas de tal magnitud que incluso le impedía gritar. Sin duda habría sucumbido de no haber sido por el inexplicable descuido que cometió su más que presumible asesina, al no renovar ante la puerta, como cada noche, un harinoso polvo que la mantenía protegida en su dormitorio durante las horas de sueño. Con recobrada vitalidad, se dirigió hacia la alcoba de su enemiga. Entró con sigilo felino y cerró la puerta tras de sí.
Desde el momento en que la vio traspasar el umbral de su casa, supo que no era como las anteriores. Poseía un halo enigmático y misterioso; el perfume que llevaba le producía cierta repulsión; su descaro y aparente seguridad en sí misma la atemorizaban. Después de una semana de convivencia comenzó a sentirse como una prisionera en su propia casa. Amanecía muy nerviosa, débil e intranquila. Además, la fragancia que emanaba del cuerpo de su nueva huésped, consecuencia de la extraña loción que seguramente se aplicaba dos o tres veces al día, le resultaba insoportable y le producía una especie de somnolencia hipnótica. El día que descubrió las runas tatuadas en la cara interna del antebrazo de la joven, sintió una quemazón interior que casi la derribó. Estaba segura de que en su ausencia examinaba toda la casa buscando, indagando e impregnándolo todo con ese insufrible aroma. En ocasiones, escuchaba murmullos ininteligibles que salían de la estancia de la inquilina, lo que le ocasionaba un dolor en las entrañas de tal magnitud que incluso le impedía gritar. Sin duda habría sucumbido de no haber sido por el inexplicable descuido que cometió su más que presumible asesina, al no renovar ante la puerta, como cada noche, un harinoso polvo que la mantenía protegida en su dormitorio durante las horas de sueño. Con recobrada vitalidad, se dirigió hacia la alcoba de su enemiga. Entró con sigilo felino y cerró la puerta tras de sí.
Tres horas después, en plena madrugada, una mujer de mediana edad abandonaba la ciudad mientras los bomberos trataban de extinguir unas infernales llamas que devoraban un apartamento. En el maletero del coche, un pequeño estuche atesoraba un joven corazón que aún emitía lánguidos y espaciados latidos. Sin duda, la última presa había sido con creces la más difícil y por tanto la más valiosa. Se detuvo en un café de carretera para redactar un nuevo anuncio: “Se ofrece habitación a chica joven con derecho a cocina.”
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