miércoles, 25 de diciembre de 2013

Vacaciones de Vanidad

Maridaje musical: "Overture (An Old Fashioned Christmas)" Carpenters



“Ciclogénesis explosiva”. Esas dos palabras fueron las primeras que escuchó en su radio reloj despertador. Toda la vida hablando de borrascas fuertes, lluvias torrenciales y vientos huracanados y resulta que ahora la denominación obligada eran esas dos malditas palabras imposibles de retener en la memoria. 

Siempre encontraba una manera de comenzar el día de mal humor. No se podía decir que experimentase cambios de carácter, pues el cabreo era su estado constante. Incluso si se le observaba mientras dormía, se diría que sus ronquidos denotaban un cierto enfado. Hoy el desencadenante fueron las susodichas palabras: “ciclogénesis explosiva”.

-       ¡Qué ciclogéneis ni qué cojones!  ¡Lo que hace es un tiempo de mierda! – le dijo a su imagen del espejo mientras se afeitaba.

Sin embargo, hoy tenía por delante un día de los que le gustaban. Una jornada en la que podría recrearse en su soberbia, descargando su ira sobre los demás; ejecutando acciones humillantes contra todo el que estuviese a su alcance. 

A primera hora iba a darle el finiquito al guardia de seguridad de su empresa, por haber cometido el “imperdonable” pecado de ausentarse de su trabajo durante un par de horas para atender a un transeúnte que se había accidentado en la puerta del edificio. El hecho había ocurrido el día anterior, cuando un hombre de avanzada edad fue atropellado por un coche que se dio a la fuga. El guardia lo observó todo desde el interior de las oficinas y no dudó en salir en auxilio del anciano, acompañándolo al hospital en un taxi y depositándolo en las manos de los médicos de guardia. Esa rapidez de actuación era posible que hubiese salvado la vida del viejo, a la par que condenó el empleo del salvador. De nada sirvieron las peticiones de clemencia del resto de empleados, que cesaron de inmediato al verse también comprometidos sus puestos si seguían insistiendo en el perdón de su compañero.

Después tenía una comida con el máximo mandatario de una de las empresas de la competencia para ultimar los detalles de su absorción. Se presentaba una cita en la que además del menú, tendría la satisfacción de engullir a su antiguo oponente. Como última deferencia, pensaba encargarse de la cuenta del ágape. Esa sería la humillante lanza definitiva al corazón del adversario comercial.

Finalmente, a última hora de la tarde y ya con el control de las dos empresas cosméticas más importantes del país, pensaba  dar el golpe de gracia: Tenía casi  cerrada su venta a una gran multinacional, que iba a pagarle una auténtica millonada.  Eso también traería como consecuencia una reducción importante de plantilla, pero esta cuestión le traía absolutamente sin cuidado e incluso le producía cierto regocijo imaginar las caras de los trabajadores que se viesen despojados de su puesto de trabajo de la noche a la mañana. La operación le reportaría una cantidad suficiente para una jubilación sin reparar en gastos. A sus casi sesenta años, ya estaba cansado de esa vida de depredador de negocios y personas. Era hora de asediar y humillar a otras presas sólo por deporte. 

Como colofón perfecto, se daba la circunstancia de que toda esta macabra agenda estaba ensalzada con el aderezo de  la fecha: 24 de Diciembre. La familiar Nochebuena se le iba a atragantar a más de uno y el día de Navidad seria un excelente epílogo en las vidas laborales de un buen puñado de sus empleados. Como no podía ser de otra forma, él odiaba la Navidad y esa lluvia de buenos deseos que parecía impregnarlo todo con un almíbar tan empalagoso como falso. En esa época, más que nunca, intensificaba su vanidad para ser el contrapunto amargo que equilibrase el pastel, compensando el exceso de azúcar.

Todo estaba sucediendo según sus planes. El guardia de seguridad cogió el sobre con el finiquito con los ojos enrojecidos. No le dio el placer de derrumbarse en su presencia, pero no hizo falta. Él sabía que se había pasado la noche en un llanto continuo, al ritmo de un “blues” en el que su esposa habría hecho los coros. La comida le resultó más aburrida de lo esperado y la solventó con gran rapidez. Unas entradas y un plato, que no llegó a terminar, dieron paso a la ceremonia de las firmas para la anexión, a modo de cítrico postre. Después, salió disparado del restaurante dejando en la mesa al otro comensal con el brazo extendido, al no haberle aceptado el humilde apretón de manos que  éste le ofreció. 

Apenas tenía tiempo para llegar a la última reunión de la jornada en la que completaría su obra final, pero quiso pasar por la oficina para recoger la pluma de “las grandes ocasiones”. Su dorada Mont Blanc, cual deslumbrante cuchilla, no podía faltar en la rúbrica que guillotinaría a la mayor parte de sus trabajadores. Sólo serían unos segundos, así que dejó el coche en doble fila e ingresó en el edificio para subir a su despacho, que ocupaba por completo la planta superior. Todo estaba en silencio, a diferencia del bullicio diario que reinaba en aquellos pasillos. El convenio le obligaba, muy a su pesar, a concederles a los trabajadores la tarde del 24 de Diciembre. Recogió la estilográfica y apagó la luz. Antes de salir se dio el capricho de contemplar la ciudad iluminada, en contraste con la penumbra de la estancia. Instalado en su extrema soberbia, se sentía un rey en su fortaleza, con multitud de vasallos que le servían y cuyas vidas podía manejar e incluso destruir a su antojo. Sonrió sádicamente y salió raudo hacia el ascensor.

Un pequeño pestañeo de la bombilla dio paso a una súbita parada. Pulsó de nuevo el botón pero el elevador hizo caso omiso. En todo el día, fue el único a su servicio que tuvo el atrevimiento de revelarse a una de sus órdenes. Tratando de mantener la calma y entre un sinfín de blasfemias, echó mano al bolsillo buscando el móvil. La maniobra resultó inútil, pues lo había dejado cargando en el coche. Comenzó a pulsar el botón de alarma con el convencimiento de que el sonido llegaría a los oídos del guardia de seguridad. Tras media docena de los estridentes golpes de sirena que surgía con cada pulsación, cayó en la cuenta de que no había vigilante. Él mismo lo había despedido esa misma mañana sin tener la precaución de contratar a un sustituto. Un sudor frío acariciaba su cuerpo al atisbar su mente la posibilidad de tener que pasarse treintaiséis horas en aquel habitáculo. Nadie le esperaba para cenar. Una persona como él no tenía quien le aguardase. Vociferó y golpeó las puertas y paredes hasta quedar exhausto. Sólo podía oír su propia respiración y aquella alarma cuyo sonido le parecía la siniestra risa de las hienas cuando rodean a su presa antes del inminente festín. Entró en estado de pánico, gritó hasta quedarse sin voz y descargó toda su ira a base de golpes, que le destrozaron los nudillos. Entonces comenzó a llorar como un niño desamparado y se relajó. 

Tuvo más de un día de reflexión sobre su vida. Acostumbrado a urdir planes para herir al prójimo, se sorprendió a sí mismo dedicando tiempo a pensar en su propia persona, en cómo era, en su absoluta soledad disfrazada de compañía con telas de miedo y sumisión. Su mundo cercano disfrutó de las mejores Navidades sin saberlo, pues el portador del cáncer que se cernía sobre sus vidas laborales, fue puesto en cuarentena en un hermético ascensor por su exceso de vanidad.

El día 26 de Diciembre, a las 5:55 horas de la mañana, fue el ex-vigilante jurado el que le sacó de su celda. Todavía tenía en su poder las llaves del edificio así como la que abría el ascensor y se había acercado a primerísima hora para dejarlas, junto con su uniforme, tratando de evitar cruzarse con sus compañeros. Al atravesar el vestíbulo creyó escuchar ruidos extraños en el ascensor y llamó: 

-       ¿Quién anda ahí?

La respuesta lo dejó paralizado, al reconocer la voz de su jefe que le solicitaba ayuda suplicándole entre llantos. No dudó un solo instante y lo sacó de allí de forma inmediata. Después, le dio cobijo entre sus brazos, tratando de consolarlo y tranquilizarlo sin pensar que se estaba ocupando del que dos días antes, le había asestado un golpe que hubiese acabado con su vida si no llega a ser por la intervención de su esposa al arrebatarle el frasco de pastillas de las manos. Él, más que nadie, se daba cuenta de la angustia vivida por su patrón durante todas aquellas horas encerrado.

Aquella breve condena le cambió radicalmente. La venta a la multinacional nunca se produjo, el vigilante fue restituido en su puesto con un considerable aumento de sueldo y el documento de absorción fue rasgado en otra comida mucho más amigable y cálida. Él nunca se olvidaría de aquella Navidad en la que su Vanidad quedó abandonada en una cabina de ascensor. Sus empleados… tampoco.

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