(Para Sandra, compañera de 1ºB en la ESAD de Gijón)
Vivía una existencia plana, desprovista de ritmo, desesperadamente monótona. Era absolutamente transparente, razón por la cual pasaba desapercibida. Una personalidad agonizante que se paseaba entre los vivos. Quería gritar su valía, mostrar su auténtica identidad, pero le faltaba valor. Temía descubrir que en realidad estaba muerta.
Entró en la estancia; parecía un
santuario: techos altos, penumbra y un gran espacio vacío; igual que su propia
vida. Dibujó un par de pasos titubeantes mientras trataba de acostumbrarse a la
oscuridad reinante. Sintió angustia al verse enfrentada a su soledad, a sus
miedos, a su falta de autoestima. Entonces la vio. Tan sólo a dos metros de
distancia, en medio de la sala, reposaba una pequeña caja en estado de espera.
La abrió con cautela y se sintió un poco decepcionada al ver el contenido. ¿Qué
broma era aquella? ¿Quién había dejado allí ese estuche con un sólo bombón
dentro? Cayó en la cuenta de que tampoco recordaba cómo había llegado a aquel
lugar. De hecho ya no recordaba nada.
Vista desde fuera, la estampa
era similar a esas muñecas rusas que se contienen unas a otras en recursión
finita: una habitación con una solitaria mujer sosteniendo en sus manos una
caja en cuyo interior habita un solitario bombón hueco conteniendo, quizá,
algún alma, también solitaria, que espera un nuevo receptáculo de vida.
Tras dudarlo unos instantes, no
se resistió al impulso de comérselo. Fue como un inevitable duelo. Como si una
voz le dijese: “o te lo comes o se te come él a ti”. Después, un dolor punzante
precedido de varias arcadas que a duras penas pudo aplacar, la dejó
inconsciente.
Despertó con rescoldos de
malestar y se levantó aturdida. Cuando alzó la mirada se encontró con ella. La
contempló de forma escrutadora y recibió como respuesta el mismo gesto. Ninguna
de las dos estaba dispuesta a apartar los ojos. Ese nuevo duelo no obtuvo
vencedor. La otra mujer, que la observaba desde dentro del espejo, parecía más
dura que ella, más decidida, más valiente y con más vitalidad. Se acercó aún
más, hasta casi tocarla y reparó en la copa que le ofrecía. En sus propias
manos sostenía otra igual en idéntica actitud. Una fuerza la empujó y le hizo
derramar todo el líquido sobre su rostro, en un improvisado bautizo.
Abrió los ojos con la sensación de
alivio que acompaña todo despertar tras una pesadilla. Se encontraba tendida en
el suelo, en un lugar desconocido y lúgubre. Un gran espejo en el que apenas se fijó, le devolvió su propia imagen externa. La misma que unas horas antes
había entrado en aquel templo. Sin embargo, la mujer que ahora salía de la
cripta, llena de vitalidad y decisión, era, internamente, otra.
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