jueves, 7 de febrero de 2013

Mercado de cualidades







Comprobó el número del portal; era el correcto. Miró una y otra vez la tarjeta mientras la iba girando con habilidad entre sus manos; sopesando si debía seguir adelante. Ya que se había tomado la molestia de llegar hasta allí ¿por qué no dar el último paso? Seguramente sería una especie de farsa; un timo escondido detrás de un anuncio de esperanza, como los que antaño había sufrido en sus carnes frecuentando a pitonisas debido a su adicción por la quiromancia. La posibilidad de una recaída le aterraba. Pero en esta ocasión, cuando llamó por teléfono, le habían dejado claro que no habría que hacer ningún tipo de desembolso económico. Así pues, lo único que perdería con la visita sería tiempo; y de eso, disponía en exceso.

    Al salir del ascensor le asaltó el deseo de dar media vuelta, pero desterró ese pensamiento y con cierto titubeo pulsó el timbre. Esperó pacientemente durante unos segundos que le parecieron eternos y por fin la pesada puerta de madera maciza se abatió, abriéndole paso hacia un pasillo en penumbra. Con la rapidez de un parpadeo, un hombre joven surgió para darle la bienvenida, invitándole posteriormente a que le siguiese. No se precisaban muchas indicaciones, ya que el pasadizo se estrellaba contra la única abertura que pudo ver en todo el recorrido. Una vez franqueada, se internaron en una amplia sala muy bien iluminada. Todas las paredes estaban cubiertas de estanterías en las que descansaban montones de frascos de cristal, similares a los que se pueden encontrar en las boticas antiguas. En cada uno de ellos, una etiqueta parecía revelar su contenido. Cuando se acercó para leer la del más próximo, no pudo evitar una mueca de sorpresa ante el siguiente rótulo: “codicia”. A continuación, otros tarros divulgaban también sus respectivos géneros: “sensatez”, “sabiduría”, “tristeza”… y así hasta una infinidad de cualidades que cualquiera podía adquirir  a cambio de ceder una cantidad equivalente de alguna característica propia, a modo de trueque.

    Según le explicó el encargado, la administración de la propiedad elegida se realizaba por vía oral, mediante una infusión elaborada a partir del producto del tarro seleccionado. Por el contrario la extracción que suponía el pago requería que toda la sangre del individuo pasase por un tamiz, en el que quedaba atrapada la cualidad donada. Esta especie de diálisis no le agradó en absoluto y tomo la decisión de abandonar el singular establecimiento comercial. Sin embargo el ofrecimiento del vendedor le hizo cambiar de idea: “En la primera visita invita la casa; Usted sólo tiene que hacer su elección.”, le dijo con una enorme sonrisa.

    Una hora después salió del inmueble con una buena dosis de “valentía”, ingerida en forma de un sabroso té de hierbas que se tomó con humor y escepticismo, convencido de que aparte de una curiosa experiencia anecdótica que contar, no iba a sacar nada de provecho de aquella visita.

    Al día siguiente, se levantó muy animado a pesar de que tenía que acudir por última vez a la oficina para firmar el finiquito de su contrato y cobrar la indemnización por despido.  Cuando pasó ante la puerta del despacho del director, no pudo contener el impulso de entrar. En los últimos diez años sólo había tenido con su jefe intercambios de educados saludos o palabras de asentimiento al acatar sus órdenes. Sin embargo aquel día se expresó con una seguridad inusitada y le dijo en sus propias narices todo lo que pensaba de él y de la forma que tenía de dirigir la empresa, atreviéndose a enunciar propuestas que a su juicio contribuirían a un mejor funcionamiento de la Compañía. Le comunicó sin titubeos aquello que había ensayado cientos de veces en soledad, sin decidirse nunca a dar el paso de declararlo públicamente. Era tal la firmeza con la que hablaba, que su superior se quedó atónito, sin poder reaccionar ante las enormemente sensatas afirmaciones que estaba escuchando. Una vez que se hubo desahogado, mientras rotaba su muñeca para girar el pomo de la puerta, escuchó las primeras palabras de su interlocutor: ¡Espere un momento…!

    Había entrado en aquel despacho como un desempleado y salío con el cargo de jefe de sección.  Increiblemente, ¡la pócima había funcionado!. Eso le dio más seguridad en sí mismo y le convirtió en una persona mucho más decidida, capaz de acometer tareas que días atrás ni siquiera habría osado pensar. La valentía inyectada le hizo prosperar en todos los sentidos, pero con el tiempo fue generándole cierta “temeridad” que terminó por asustarle. Entonces decidió volver al “clandestino mercado”.  El encargado le recibió con grandes muestras de afecto, como si estuviese seguro de su vuelta.  En esta ocasión la elección fue “la sensatez”. A cambio, le extrajeron buena parte de la temeridad acumulada.

    Así fueron sucediéndose visitas periódicas, diseñando a conveniencia su personalidad según el objetivo que tuviese en mente. Eliminó de su cuerpo todo tipo de compasión y se hizo con el control de la empresa; se procuró grandes cantidades de arrogancia que, combinadas con cierta dulzura, le proporcionaban mucho éxito entre las féminas. En definitiva, iba mudando el carácter como el que se cambia de atuendo dependiendo del ambiente. A su alrededor flotaba una burbuja plena de éxito, en la que se abrió un pequeño poro al enamorarse de una chica que sin embargo no le correspondía en la misma medida. Nació en él una obsesión por conquistarla y desatendió todas sus actividades. Pasaba más tiempo en el mercado que en su propia casa, centrándose exclusivamente en obtener la fórmula cualitativa que hiciese sucumbir a su amada. Pero el misterio del amor no entiende de ciencia y por más que se esforzaba, no daba con los ingredientes ni las adecuadas proporciones de los mismos para la anhelada poción. Cuanto más seguro parecía, peores eran los resultados y más alejado se veía de su objetivo.

    En un intento desesperado añadió al cóctel una pequeña cantidad de amargura, buscando provocar en ella cierta lástima y consuelo que le permitiese estar más cerca. Con paso decidido se dirigió a casa de su pretendida, convencido de que finalmente había resuelto la ecuación amorosa. Al llegar a la altura del portal, sus esperanzas se hicieron añicos mientras observába, desde la acera de enfrente, cómo dos verdaderos enamorados se besaban con pasión. No apartó la vista ni un instante durante la eternidad que duró ese beso, adoptando una expresión vacía, más propia de un muñeco de cera que de un humano. Luego, dio media vuelta y desolado emprendió el camino de retorno.
    
    Dos horas más tarde estaba en el rellano de un cuarto piso, ante una puerta impregnada de un perfume que conocía de memoria. Acarició el timbre y éste emitió un lánguido y breve quejido. Los dedos de su mano derecha apretaron fuertemente, en la intimidad del bolsillo de su chaqueta, dos cachas de marfil. Estaba lleno de "amargura", le sobraba "valentía" y no le quedaba "compasión". Mientras la oía acercarse por el otro lado, pensó en la gran cantidad de "culpabilidad" que tendría que extraer de su sangre al día siguiente.

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