Desde el día en que le puse por
primera vez los ojos encima, supe que tenía que ser mía. Fue lo que se dice un
amor a primera vista. Sin embargo, no hay más que verla para constatar que está
fuera de mis posibilidades; que alguien como yo no podrá nunca tocar ese cuerpo
ni aspirar el aroma que encierra. Posee unas formas perfectas, que se adivinan con toda
claridad bajo la malla dorada que lleva ceñida como un guante. No cabe duda de que a sus cuarenta años, ha alcanzado su apogeo.
Cada
mañana, me encuentro con ella en una cita de la que sólo yo soy consciente, pues
su indiferencia hacia mí es notoria. En mi camino hacia el trabajo, doy un
enorme rodeo tan sólo para poder observarla durante unos minutos. Hace días que
he comprobado que no soy el único que la desea y la idea de que otro de sus muchos
pretendientes pueda poseerla me abrasa por dentro.
Paso las noches
en vela, unas veces debido al éxtasis que me produce imaginarla en mi casa,
dispuesta; otras a causa de la tortura que experimento al pensar en que con la
llegada del nuevo día no la volveré a ver, pues alguien con mejor suerte y
condición la habrá atrapado para siempre. Sueño con arrancarle su elegante vestimenta con
dulce brusquedad; con rozar su espalda con la yema de mis dedos; con acariciar
su largo y estilizado cuello y finalmente, en un arranque de pasión, llevar su
boca a mis labios, saboreando su secreto néctar. Sin duda alguna está hecha para
mí. Rezo por que me dé tiempo a conseguir la suma necesaria para rescatarla de su acristalada prisión. Después, con la mayor delicadeza, procederé a descorcharla en la intimidad de mi hogar.
No hay comentarios:
Publicar un comentario