Le era
imposible conciliar el sueño. Llevaba más de dos horas dando vueltas y más
vueltas bajo las sábanas; pensando en cómo se acostumbraría a la recién
estrenada etapa de su vida. Como buen anfitrión, fue uno de los que más tarde
abandonó la fiesta y se había acostado ya de madrugada. Contempló a su mujer,
que dormía plácidamente a su lado y le regaló una mirada mezcla de amor y
admiración. Ella sí que era un ser fuerte, pues había soportado durante años
unos justificados sufrimientos que quedarían extinguidos a partir de mañana. Ya
no tendrían que despedirse a diario con un beso tembloroso, deseando que no
fuese el último. No volvería a dibujarle con su mano desde la ventana el boceto
de un adiós que temía ser interpretado como definitivo. No necesitarían amarse
a destiempo, con un nudo en el estómago ante la posibilidad de que no tuviesen
una nueva ocasión…
Entonces también pensó en “ella”, la
otra protagonista de su vida; la que le esperaba cada jornada para recibirle en
sus entrañas; la causante de las peores pesadillas de su esposa, en las que se
sentía morir al serle arrebatado lo que más quería. Y se sorprendió al
comprobar que, de alguna manera, también la amaba. Era un amor áspero, sucio y
mercenario, pero amor en cualquier caso. Veinte años de relación no pueden
tirarse por la borda en un instante y supo que la echaría de menos. En ese
preciso momento, sintió que debía hacerla vibrar por dentro una última vez.
Salió de casa firmemente decidido a
provocar una postrera cita. Condujo durante varios kilómetros antes de entrar
en el recinto que albergaba la planicie salpicada de negras colinas. Al bajarse
del coche contempló el paisaje que los primeros rayos del amanecer le ofrecían.
Muy probablemente, no volvería a tener esa perspectiva y quiso guardar la
estampa en su mente a modo de homenaje. Tomó el ascensor con decisión y al
bajarse en la octava planta, sonrió sinceramente por primera vez en ese lugar.
¡Ya nunca más tendría que volver!
El estruendo sonó a celebración y
sorprendió a todos los habitantes del pueblo. A media mañana, Xuacu, barrenero
de la mina “La Camocha” durante dos décadas y recién jubilado, fumaba feliz. Se
había despedido de su “amada” con un último orgasmo que la había removido a
base de bien.
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