viernes, 4 de mayo de 2012

Bendita venganza



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Se encontraba frente al espejo, siguiendo el mismo ritual de siempre. Primero, la crema base para hidratar la piel. Su cutis no era precisamente suave ni atractivo, ya que estaba surcado por visibles cicatrices que le acompañaban casi desde que tenía uso de razón. Podría decirse que su cara era como un abrupto mapa plagado de cordilleras. Mientras se aplicaba el lechoso cosmético, repasaba una vez más la película de su vida como había hecho cientos de veces con anterioridad. Todo era parte del ceremonial y le servía de enorme ayuda para realizar su labor.

                Su infancia había sido de todo menos feliz. No conoció a su madre; su padre siempre le culpó de haberla asesinado con su nacimiento y le hizo pagar por ello. Lo más parecido a una caricia en el rostro que recibió de su progenitor, se la aplicó bruscamente con el dorso de la mano. Sin embargo, en ciertas ocasiones, se mostraba “cariñoso” y “dulce” debido al estado de embriaguez que presentaba. Pero esas muestras de cariño no eran precisamente las más adecuadas para un retoño y muy pronto le comenzaron a producir más repugnancia y dolor que el áspero tacto de los nudillos que tan frecuentemente experimentaba. Los días más dichosos de sus primeros ocho años de vida los pasó en una cama de hospital, recuperándose de las terribles heridas que un espejo cinceló en su rostro al hacerse añicos después de que su procreador estampase su cabeza contra la vidriosa luna, cuando pretendía mostrarle la innata fealdad que a su juicio poseía.

                Tras la hidratante loción, comenzó con la tarea del maquillaje propiamente dicho. Las sucesivas capas a duras penas conseguían enmascarar sus costuras faciales. De todas formas eso no le importaba lo más mínimo. Incluso sentía hacia ellas cierto agradecimiento, pues en gran medida eran responsables de la elección de la actividad con la que se ganaba la vida.

                Al poco tiempo de cumplir los doce años, quiso el infierno que el corazón de su padre dejase de latir mientras dormía una de sus habituales “monas.” Comenzó entonces una nueva etapa en la que  a las cotidianas agresiones físicas se añadieron otras de tipo psíquico debido a su aspecto. Fue continuo objeto de burla y mofa por parte de sus compañeros del hospicio; auténticos proyectos de delincuentes sin escrúpulos. Voluntariamente se recluyó entre los edificios y patios que conformaban el orfanato hasta cumplir la mayoría de edad, momento en el que no tuvo más remedio que lanzarse al mundo real. Su imagen constituía un verdadero imán para las miradas del prójimo. Especialmente doloroso era el efecto que producía en los niños, provocándoles muecas que irremediablemente desembocaban en inconsolables llantos de terror. De nuevo se daba de bruces contra la sincera crueldad infantil y comenzó a emerger en su ser una necesidad de venganza que abortó de forma inmediata al decidir hacer vida exclusivamente nocturna, sólo para estar a salvo de esas torturantes y pueriles pupilas. Un buen día, tomó la determinación más importante de su vida. Había sido un sujeto pasivo durante toda su existencia y llegaba el momento de pasar a la acción. Les daría a los niños un buen motivo para gritar en su presencia. A partir de ese instante se aplicó en cuerpo y alma a su tarea hasta convertirse en principal protagonista de los sueños infantiles de más de medio mundo.

Terminó los últimos retoques faciales justo cuando le llegaba su hora. Al verle, un griterío ensordecedor inundó el ambiente. Después de todo lo que había sufrido, nada le hacía llorar por dentro y por fuera con más intensidad que las muestras de cariño de todos aquellos niños que abarrotaban las gradas. Hoy las lágrimas son de felicidad. Él es Blaky: el mejor payaso del mundo.

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