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Desenvolvió el regalo con nerviosismo simulado. Era el enésimo paquete al que desgarraba su vestimenta de vivos colores. Sobre la mesa auxiliar que se mantenía firme a su lado, descansaban los presentes desnudados con anterioridad. Relojes, rosarios, medallas y algún que otro libro, formaban una especie de bazar de objetos que le suscitaban escaso interés. En esta ocasión, lo que apareció tras el velo de papel fue un juego de escritura compuesto por una estilográfica y un bolígrafo, completado con una especie de cuaderno nacarado provisto de una pequeña abrazadera que lo mantenía cerrado.
-
“Es un
diario” - le dijo su madre – “Yo también
recibí uno el día de mi primera comunión. Es muy antiguo aunque nunca haya sido
estrenado.”
El chico lo adjuntó al montón al mismo
tiempo que lanzaba un falso agradecimiento acompañado de una sonrisa forzada.
Algún
tiempo después, mientras hurgaba en los cajones de su mesita de noche buscando
fotos para renovar el carnet de la
biblioteca juvenil, sus manos rozaron la cubierta de nácar y en un acto reflejo
se cerraron como un cepo apresando el objeto, para mostrarlo a continuación
cual preciado trofeo. Sonrió ante la inesperada reacción y abrió la diminuta
presilla de forma inconsciente. Sin apenas darse cuenta se encontró escribiendo
algunas frases en la primera página de su literaria cápsula del tiempo. De
alguna manera, al redactar torpemente las vivencias del día, se convenció de
que un diario mantenido de forma adecuada es una caja fuerte de sucesos,
sentimientos y emociones pertenecientes al pasado; una celda que mantiene
encerrados acontecimientos pretéritos susceptibles de ser revividos nuevamente
con cada lectura futura. Pero para ello hay que ser muy preciso en las
descripciones, cosechando hasta los mínimos detalles antes de almacenarlos
ordenadamente en el silo, preparados para su consumo posterior.
Tras
ese primer contacto se sucedieron otros. Cada día, al regresar del colegio, se
metía en su habitación, cogía decididamente la pluma y reproducía fielmente en
las blancas páginas los hechos acontecidos. Nació en él una obsesión que se
desarrolló a gran velocidad: “Ser capaz de tener el diario completamente
actualizado”. Pronto se dio cuenta de que si lo conseguía sería algo efímero,
pues una vez alcanzado el presente éste quedaría convertido en pasado y por
tanto debía ser añadido al interminable relato. Se conformó con poder sentir durante
una milésima de segundo el placer de tener todo el pasado atrapado. Se aplicó
en cuerpo y alma para lograr su gran reto. Sin embargo, por más que se
esforzaba, plasmar pormenorizadamente en el diario una sola hora vivida, le
llevaba más de sesenta minutos. Así pues, cuanto más engrosaba su redacción, mayor
se hacía la pila de eventos a relatar y más lejos estaba de su obsesivo
objetivo. Además, aunque escribía con gran rapidez, mientras lo hacía acaecían
cosas a su alrededor que también tenían que ser descritas. Cualquier
interrupción por parte de alguno de sus progenitores, movimiento en la calle
observado a través de la ventana o mínimo suceso percibido por alguno de sus
sentidos, había que retratarlo con palabras de manera exacta. Como defensa ante
la situación, trató de aislarse de la realidad en la acertada idea de que
aquello que no fuese advertido estaría exento de ser narrado. Se concentró
exclusivamente en el acto de construir frases, palabra a palabra, mientras a su
alrededor todo le resultaba transparente.
Cuando
su madre entró en la estancia al ver que no respondía a sus llamadas, lo
encontró inmóvil, inclinado sobre el diario, con la pluma fuertemente cogida y
en contacto con el papel. Estaba “desconectado”, convertido en una estatua de
carne y hueso que sólo era capaz de realizar las funciones indispensables para
mantenerse con vida. El diario estaba “soldado” a su mano y fue imposible
extirpárselo. A duras penas, podía leerse la postrera frase: “…En este momento escribo la última palabra de mi diario.”
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