domingo, 15 de abril de 2012

Pasión ardiente



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Era más de media noche cuando entró en la capilla. No supuso ningún problema abrir el templo, ya que como Hermano Mayor de la cofradía tenía una copia de la llave. Encendió una veintena de velas y las colocó alrededor del Paso de Semana Santa que se alzaba majestuoso, ocupando prácticamente todo el volumen de la estancia. En menos de dos horas, la iglesia y sus alrededores se convertirían en un río de gente donde la multitud se agolparía para contemplar, un año más, el milagro que suponía que medio centenar de costaleros fuesen capaces de sacar sobre sus cervices tamaña escena de la Pasión de Jesús. Observando comparativamente la sagrada imagen y el dintel de la puerta de la capilla, cualquiera apostaría que era materialmente imposible la extracción. Año tras año el público se hacinaba afuera, defendiendo posiciones a base de empujones y algún que otro codazo, para ver a un grupo de jóvenes que literalmente reptaba una distancia de veinte metros transportando sobre el colectivo espinazo un cuadro de la Semana Santa compuesto por seis figuras; dos de ellas ecuestres. En primer plano estaba Pilatos, frente a un Nazareno con la espalda descubierta atado a dos gruesos postes de madera. Detrás, dos fornidos esclavos presentaban una actitud agresiva propinando alternativamente latigazos al dorso del Mesías. Ligeramente apartados, una pareja de Centuriones Romanos contemplaba la escena a lomos de sus enormes caballos alazanes.

                “Esta vez tendrás un verdadero sufrimiento”, murmuró el cofrade mientras colocaba el bidón de gasolina junto al pequeño altar del sagrado sitio. “Hoy llegó el momento de que pagues por todo el mal que me has hecho”. Se encaramó a la plataforma que sustentaba la escena y como un personaje más, fue rociando todas y cada una de las tallas de madera que daban vida a las figuras. Conforme iba vaciando el recipiente que contenía el inflamable líquido, se acrecentaba su ira al repasar todas las traiciones que había sufrido por obra y gracia del Santísimo. 

La primera fue con tan sólo doce años, cuando ejercía de monaguillo en la parroquia de su barrio. Una tarde, mientras se encontraba en la sacristía después de la última misa del día, un golpe de aire cerró la puerta y le fue imposible abrirla de nuevo. Pasó la noche sólo, aterrado y aterido de frío. A la mañana siguiente tuvieron que descerrajar la entrada para propiciar su salida. En otra ocasión, algunos años más tarde, una de las pétreas esculturas que presidían el pórtico de la iglesia se le cayó encima fracturándole tres vértebras y postrándolo en una silla de ruedas durante varios meses. Tras una larga rehabilitación volvió a caminar pero nunca más pudo correr. Como “buen cristiano” y convencido por su párroco, consideró que esos acontecimientos debían llenarle de júbilo y reforzar su amor al Señor, ya que le habían sobrevenido para poner a prueba su fidelidad y acabarían dando paso a tiempos de gran dicha. Así, también soportó estoicamente el fallecimiento de su madre al atragantarse con la Sagrada Forma tras comulgar, un Domingo de Resurrección.

Ingresó en la Hermandad y su compromiso incondicional le hizo ganarse la admiración de los cofrades, siendo propuesto para ocupar el cargo de Hermano Mayor. Aceptó entusiasmado, presintiendo el comienzo de los esperados momentos felices. Poco después conoció a una bella muchacha y tras un año de noviazgo se prometieron. La ceremonia nupcial se celebraría en la basílica escenario de sus desgracias, como prueba de la ausencia de rencor por su parte. En el día señalado, cuando el sacerdote que oficiaba la boda formuló la pregunta cuya tradicional respuesta es un “sí, quiero”, lo que surgió de la boca de su amada fue un “no puedo”, manifestando a continuación su deseo de ingresar como novicia en un convento. Humillado, dirigió su mirada hacia el Cristo crucificado que presidía el Altar Mayor y creyó ver en él una sonrisa burlona por haberle robado la novia. Entonces consideró que ya no pondría nunca más la “otra mejilla” y decidió vengarse de una vez por todas.

Observó por última vez la cara de sufrimiento del Nazareno y lanzó la botella de vidrio llena de combustible, de la que salía una lengua de trapo y fuego. Con un apagado estruendo, la eclesiástica sala quedó iluminada. Las llamas danzaban devorando ávidamente las siluetas de madera, llegando incluso a acariciar, como haciendo cosquillas, la bóveda de la pequeña capilla. Se regaló una última mirada de satisfacción y dio media vuelta para salir de allí. Justo en ese momento uno de los equinos junto con su propio jinete aterrizaron sobre sus torpes y adormecidas piernas y le dejaron inmóvil, boca abajo, a merced del fuego que él mismo había desatado. No intentó liberarse; sabía que sus esfuerzos serían baldíos. Consideró justo acabar así, reducido a cenizas al mismo tiempo que su “enemigo”, al que había servido fielmente durante gran parte de su vida.

Volvió en sí en la cama de un hospital, rodeado de amigos y familiares que recibieron su despertar con gran alegría. ¿Cómo era posible que se hubiese salvado? Le tendieron un periódico local en el que se desarrollaba la noticia: 

Un incendio había sido provocado por un desalmado que se habría colado en la iglesia en algún momento de la tarde, esperando hasta la noche para perpetrar su infernal acción. El descarriado individuo fue también responsable de haber salvado la vida del Hermano Mayor de la cofradía en una especie de arrepentimiento súbito. Sacando milagrosas fuerzas, lo había transportado a cuestas para ponerlo a salvo. Encontraron al pirómano agonizante a las puertas del templo; totalmente deformado como plástico fundido, arrastrando al Hermano Mayor que tenía fracturadas ambas piernas. En cuanto al Paso de Semana Santa, los daños eran importantes pero podría ser restaurado. En cualquier caso, la figura del Nazareno debía ser repuesta, pues había desaparecido misteriosamente sin dejar rastro ni siquiera en forma de cenizas.

Tras leer ávidamente  la descripción de los supuestos acontecimientos, supo con claridad que la verdadera historia se había desarrollado de manera distinta a lo narrado; que ningún familiar, amigo o conocido reclamaría el cadáver de su salvador y presunto pirómano, cuyo cuerpo nunca sería identificado y acabaría por se enterrado en la más estricta soledad. Era el día de Viernes Santo.

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