Entró en mi despacho acompañado de su madre. No había dicho una palabra desde que aconteció el terrible suceso. Todos los interrogatorios a los que había sido sometido no dieron ningún fruto. Ni siquiera un débil rayo de luz se había derramado sobre el oscuro acontecimiento acaecido dos semanas antes, que contribuyese a iluminar, aunque fuese tenuemente, el dantesco final que sufrieron una docena de muchachos que disfrutaban de un campamento veraniego. Todo lo que sabíamos era por boca de los cuidadores que fueron testigos auditivos del hecho. Lo único que podían argumentar, entre balbuceos, era que estaban en un momento de descanso después de comer. Esos pequeños instantes de tiempo libre que durante la digestión se les otorga a los chicos para que tengan un poco de intimidad, hablen de sus cosas y se desarrollen socialmente sin sentir la vigilancia de un adulto.
Unos cuantos niños se habían reunido como cada día en una pequeña loma algo apartada de las tiendas de campaña, para jugar. Algunos estaban sentados; otros tumbados mirando hacia el cielo, cuando de repente y sin previo aviso la loma fue devorada por la niebla, dejando el resto de la pradera despejada. Inmediatamente comenzaron a oírse unos alaridos desgarradores. Parecía imposible que unas pueriles cuerdas vocales pudiesen generar tales sonidos. Fueron breves instantes que parecieron interminables. El resto del campamento tuvo actitudes encontradas: unos se alejaban de las nebulosas cortinas que delimitaban la cámara de los horrores; otros se quedaron inmóviles como estatuas de bronce y algunos de los monitores emprendieron veloz carrera hacia la colina gritando y llamando a los pequeños. Antes de llegar a su destino, con la misma rapidez con la que se había formado el nimbo, la escena se aclaró para todos. Nadie fue capaz de describirme lo que se encontraron, pues llegado este momento de la narración todos rompían a llorar sin acertar a articular palabra alguna. Los policías que procedieron a acordonar la zona antes de mi llegada también derramaban lágrimas ante la visión que tenían ante sí.
Mi trabajo como comisario jefe me obligó a acercarme y puedo decir que el cuadro que contemplé fue la mayor pesadilla hecha realidad que puede resistir un ser humano. El promontorio, otrora verde, se había teñido de carmesí como si decenas de litros de pintura templada hubiesen sido derramados sobre jirones de… Ni siquiera tengo el valor de describirlo con más detalle. Sin embargo tenía el deber de intentar sacarle algo de información al único superviviente que había experimentado desde el interior todo lo ocurrido. Un chico de tan sólo 7 años, tímido, solitario y a menudo presa de las bromas y burlas de los otros chicos del campamento, que vivía su especial protagonismo diario cuando se convertía en el director de actividades en lo alto de la pequeña montaña cual sumo sacerdote en su particular santuario.
El juego elegido para la ocasión era todo un misterio. Estuve con él en mi despacho más de una hora; empleé inútilmente todas mis armas de seducción pues no pude arrancarle una sola palabra. Era como si le estuviese hablando a una carcasa humana de cera, inexpresiva y vacía. El trauma sufrido había sido enorme. Desistí de mi misión por ese día y le dejé marchar. Me quedé contemplándolo desde la ventana de mi despacho mientras salía del edificio y caminaba cogido de la mano de su madre. Apenas separaba la vista del suelo para mirar al cielo desconfiadamente y de reojo. Entonces tuve un momento de lucidez. ¿Cómo había podido ser tan torpe? Salí corriendo del despacho; bajé las escaleras de tres en tres recordando uno de mis juegos favoritos de cuando era pequeño: “Descubrir formas en las nubes”. El ganador era aquél que fuese capaz de imaginar el objeto o animal del mundo real con mayor parecido a la silueta del cúmulo. Les alcancé cuando se disponían a subir al autobús y abordé al muchacho directamente, como si estuviésemos continuando una conversación telepática nunca iniciada verbalmente entre nosotros. Formulé mi propuesta de órdago a la maltrecha mente de nuestro protagonista cuando le dije:
Unos cuantos niños se habían reunido como cada día en una pequeña loma algo apartada de las tiendas de campaña, para jugar. Algunos estaban sentados; otros tumbados mirando hacia el cielo, cuando de repente y sin previo aviso la loma fue devorada por la niebla, dejando el resto de la pradera despejada. Inmediatamente comenzaron a oírse unos alaridos desgarradores. Parecía imposible que unas pueriles cuerdas vocales pudiesen generar tales sonidos. Fueron breves instantes que parecieron interminables. El resto del campamento tuvo actitudes encontradas: unos se alejaban de las nebulosas cortinas que delimitaban la cámara de los horrores; otros se quedaron inmóviles como estatuas de bronce y algunos de los monitores emprendieron veloz carrera hacia la colina gritando y llamando a los pequeños. Antes de llegar a su destino, con la misma rapidez con la que se había formado el nimbo, la escena se aclaró para todos. Nadie fue capaz de describirme lo que se encontraron, pues llegado este momento de la narración todos rompían a llorar sin acertar a articular palabra alguna. Los policías que procedieron a acordonar la zona antes de mi llegada también derramaban lágrimas ante la visión que tenían ante sí.
Mi trabajo como comisario jefe me obligó a acercarme y puedo decir que el cuadro que contemplé fue la mayor pesadilla hecha realidad que puede resistir un ser humano. El promontorio, otrora verde, se había teñido de carmesí como si decenas de litros de pintura templada hubiesen sido derramados sobre jirones de… Ni siquiera tengo el valor de describirlo con más detalle. Sin embargo tenía el deber de intentar sacarle algo de información al único superviviente que había experimentado desde el interior todo lo ocurrido. Un chico de tan sólo 7 años, tímido, solitario y a menudo presa de las bromas y burlas de los otros chicos del campamento, que vivía su especial protagonismo diario cuando se convertía en el director de actividades en lo alto de la pequeña montaña cual sumo sacerdote en su particular santuario.
El juego elegido para la ocasión era todo un misterio. Estuve con él en mi despacho más de una hora; empleé inútilmente todas mis armas de seducción pues no pude arrancarle una sola palabra. Era como si le estuviese hablando a una carcasa humana de cera, inexpresiva y vacía. El trauma sufrido había sido enorme. Desistí de mi misión por ese día y le dejé marchar. Me quedé contemplándolo desde la ventana de mi despacho mientras salía del edificio y caminaba cogido de la mano de su madre. Apenas separaba la vista del suelo para mirar al cielo desconfiadamente y de reojo. Entonces tuve un momento de lucidez. ¿Cómo había podido ser tan torpe? Salí corriendo del despacho; bajé las escaleras de tres en tres recordando uno de mis juegos favoritos de cuando era pequeño: “Descubrir formas en las nubes”. El ganador era aquél que fuese capaz de imaginar el objeto o animal del mundo real con mayor parecido a la silueta del cúmulo. Les alcancé cuando se disponían a subir al autobús y abordé al muchacho directamente, como si estuviésemos continuando una conversación telepática nunca iniciada verbalmente entre nosotros. Formulé mi propuesta de órdago a la maltrecha mente de nuestro protagonista cuando le dije:
“Ese era también mi juego favorito. Por fin pudiste ganar a tus compañeros demostrándoles que eres mejor que ellos en algo. ¿Cuál fue la forma que imaginaste?”
El chico levantó la cabeza con una sonrisa traviesa. Al fin había encontrado a alguien que hablaba su mismo idioma y que le entendía. Con una frialdad que me heló la sangre me dijo: “Les vencí a todos con el gran dinosaurio.” Entonces comprendí que el poder de la imaginación puede ser en ocasiones extraordinario.
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