viernes, 9 de agosto de 2013

Pandemia





¡Qué buena forma de comenzar!, me dije cuando acabé de corregir el primer examen correspondiente a la convocatoria final de la asignatura que imparto. Todos los ejercicios estaban perfectamente resueltos y explicados, así que la calificación no podía ser inferior a diez puntos. No recordaba cuándo había puesto esa nota con anterioridad. En realidad, ni siquiera sabía si lo había hecho alguna vez desde que soy profesor en la Facultad de Matemáticas.

El segundo que corregí no le fue a la zaga y de nuevo puse entusiasmado la máxima calificación. Cuando sucedió lo mismo con el siguiente, me pregunté si no se me habría ido la mano en cuanto a lo asequible de los problemas propuestos. Esta sospecha quedó confirmada cuando llevaba más de la mitad de los alumnos calificados y ni uno sólo tenía menos de diez puntos. Revisé el resto con una meticulosidad insuperable, buscando el menor error: una falta de ortografía, una coma mal puesta, una palabra tachada,… Sin embargo tuve que poner diez tras diez hasta que terminé con todo el montón.

Estaba seguro de que alguien había robado algún ejemplar con los enunciados y lo había distribuido a toda la clase. Pero incluso en ese caso, resultaba prácticamente imposible que todos tuviesen tan perfecta la resolución. Pensé en anular todo el proceso y fijar una nueva fecha para repetir la prueba, pero rectifiqué inmediatamente al no poder esgrimir una razón plausible para tal medida. Por muy inusual que pareciese, un diez colectivo no era motivo suficiente.

Al día siguiente comenté el hecho con mi colega del despacho contiguo, quien me contagió su cara de asombro cuando me contó que en su asignatura había ocurrido exactamente lo mismo. Todos los alumnos habían obtenido la nota máxima. Bajamos juntos a la cafetería del aulario y comprobamos que entre los docentes no se hablaba de otra cosa. De repente los estudiantes se habían transformado en verdaderos genios. Esta situación no era exclusiva de la titulación de Matemáticas, sino que se generalizaba a la totalidad de los estudios de la Universidad. 

Un mes después el rectorado convocó una reunión de urgencia con un único punto en el orden del día: “Búsqueda de propuestas para asignar las matrículas de honor”. El rector, con gesto compungido, alertó de la importancia de establecer un desempate para poder otorgar las matrículas, respetando la ratio de una cada veinte alumnos o fracción. La idea de hacer un nuevo examen ya se había llevado a cabo sin ningún éxito, pues como era de esperar, el empate persistía. Decidir las matrículas de honor mediante sorteo no era de recibo, amén de las denuncias que con toda seguridad presentarían los no agraciados. Lo cierto es que tras muchas deliberaciones se acordó que no se darían matrículas de honor en ese curso. Este acuerdo tuvo escasa vigencia. Un año después ocurrió exactamente lo mismo y para entonces las protestas ya habían llegado al Tribunal Europeo para Asuntos Universitarios (con sede en Bolonia), que resolvió que si un alumno tenía un diez en todas y cada una de las pruebas, debía concedérsele la matrícula de honor. 

La Universidad española comenzó a tener gravísimos problemas presupuestarios, debido a la falta de ingresos, ya que cada matrícula de honor exime del pago de una asignatura en el curso siguiente. Así pues, todos realizaban su carrera de manera absolutamente gratuita. Muchas Universidades tuvieron que cerrar. A pesar de todo, lo peor estaba por llegar.

El virus de la inteligencia desmesurada siguió vigente en las generaciones posteriores, mientras que los primeros afectados llegaban al mercado laboral. Todos los que se presentaban a oposiciones realizaban los exámenes a la perfección aunque éstos fuesen extraordinariamente difíciles. No había forma de seleccionar a los que ocuparían las plazas ofertadas. Además, a medida que se jubilaban las personas que desempeñaban los trabajos más físicos y los oficios menos deseados, no existía continuidad ante la falta de candidatos que siguiesen con las labores que dichos trabajos comportaban. En ese momento comenzó verdaderamente el caos. Miles de personas luchaban por sus derechos a ocupar plazas de altos funcionarios, ante la pasividad de la administración, que no encontraba forma racional y justa de asignarlas. Por otro lado, los comercios de las ciudades fueron cerrando paulatinamente, debido a la falta de empleados que los atendiesen, a la inexistencia de transporte que sirviese la mercancía y a la desaparición de las fábricas encargadas de manufacturarla. Los más decididos emigraron a los países vecinos para copar los mejores trabajos en ellos. Pero ese contacto con la población de otros estados trajo consigo el contagio y al cabo de un tiempo la situación se reprodujo en prácticamente todo el mundo “civilizado”.

Hoy se mata en plena calle por ocupar un puesto de alto cargo ganado en un examen en el que se ha obtenido la máxima calificación. De la lista van desapareciendo candidatos porque son asesinados por sus rivales, hasta que queda el número exacto de puestos ofrecidos. Hay estupendos ingenieros, verdaderos genios de la arquitectura, inmejorables médicos y cirujanos, que no están sustentados por los trabajadores de rango inferior. En definitiva, la disposición piramidal se ha transformado en una cúpula que aglutina a prácticamente toda la población y que no está soportada por ningún tipo de cimiento. La gente cultiva sus propios huertos, cría su propio ganado y se fabrica su propia ropa para poder subsistir. La consecuencia última será la vuelta del hombre al estado más primitivo y finalmente la extinción. Y todo ello debido a un exceso de inteligencia.

4 comentarios:

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    1. Hola Ginebra. Sabes que me encanta cuando te gusta alguno de mis pequeños relatos. Ciertamente, este es una milonga mental que espero no sea premonitoria.. :-). Bueno, el desencadenante no es fácil que se produzca. Y no precisamente porque yo sea duro corrigiendo. ;-)

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  2. Aquí ya ha comenzado a ocurrir, pero no tenemos tan claro ese final. Habrá que esperar un poco.
    Saludos desde la Intercacia paredeña.

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    1. Bienvenida a la lectura de mis escritos "Casa Alta". Espero verte por aquí con frecuencia. Sí, es cierto que algunos tristes pasajes del relato comienzan a ocurrir en todas partes: "cierre de negocios", pero la razón no es precisamente el "exceso de inteligencia"....Un abrazo!!

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