Estudié Antropología gracias a mi
tío abuelo. El hermano de mi abuela era un auténtico aventurero. Se pasó casi
cincuenta años viajando por los lugares más recónditos del mundo. Conocía
especies animales que ignoraba cualquier experto biólogo; había visto plantas y
árboles no clasificados en los libros especializados; sabía la ubicación de
cuevas y saltos de agua que no figuraban en ningún atlas y, sobre todo, había
convivido con tribus no registradas en los tratados antropológicos.
Un
buen día, después de casi medio siglo sin dar señales de vida, llamó a la
puerta de su hermana. Cuando mi abuela abrió y se lo encontró en el porche, él
simplemente se limitó a decir:
-
¡Hola Celia! Ya estoy de vuelta
-
¡Hola Jorge!
Llegas justo para comer. Pondré un plato más - contestó ella.
Eran dos personas inusitadamente raras. Es lo único que se me ocurre para poder justificar situaciones como el hecho de que nunca se denunciase la desaparición del tío abuelo, a pesar de su larga ausencia; o que la abuela Celia lo recibiese sin formular ninguna pregunta ni lanzar ningún reproche, igual que si se hubiese marchado el día anterior.
Jorge se sentó
a la mesa y esperó a que le sirviesen el cocido. Después de probarlo lo alabó
con sinceridad, diciendo:
-
Hacía años que no probaba un potaje tan rico
como éste
Para preguntar
a continuación
-
¿Dónde está Braulio?
-
Murió hace veinte años- respondió mi abuela.
-
Lo siento de veras, Celia. Era un buen tipo-
dijo Jorge.
Y se introdujo
en la boca una nueva cucharada.
Braulio era mi
abuelo, al cual yo no llegué a conocer. Se le cayó encima el tractor cuando se
encontraba arando un prado de pronunciada pendiente, convirtiendo su cabeza en
un disco que despedía masa encefálica, del mismo modo que una uva entrega su
pulpa al aplastarla con el pulgar. Se había casado con mi abuela por inercia; sus
respectivas madres eran gemelas. Así que ellos mismos eran primos y novios
desde que nacieron. Yo creo que concibieron a mi madre en un descuido.
Esta especie
de desapego y falta de sentimientos que caracteriza a mi familia materna,
extrañó sobremanera a mi padre, que terminó por acostumbrarse. Afortunadamente
esa cualidad se hizo menos patente en mamá y parece que conmigo desapareció por
completo.
Dadas las
circunstancias, a nadie le extrañó que tras su regreso, Jorge nunca saliese de
casa y se limitase a mirar el horizonte desde el amanecer hasta el anochecer; con
descansos para alimentarse, dormir o hacer sus necesidades; sin otorgar a su
rostro la más mínima expresión. A mí me inspiraba mucha curiosidad y lejos de
temerle, cuando iba de visita a aquella casa corría a su habitación y me
quedaba observándolo. Él giraba su cabeza al oírme entrar, me escrutaba durante
unos segundos y volvía a su postura frente a la ventana. Al principio hablábamos
poco y de cosas intrascendentes hasta que llegaba la hora de marchar, pero
enseguida comenzó a contarme interesantes historias sobre la forma de vida de
pueblos y tribus remotas. Yo creo que ya en esa época le agradaba mi compañía y
esperaba mi llegada cada Sábado, aunque nunca llegó a confesármelo.
Un día, me soltó de repente:
-
¿Tú lloras a menudo?
-
Lo normal en un niño de 10 años – le contesté
-
¿Y te ríes con frecuencia? – insistió
-
Cuando me divierte algo – respondí al instante
-
¡Pues ten mucho cuidado! No malgastes los
llantos por cosas sin importancia y procura reírte siempre en compañía.
-
¿Por qué?, tío- pregunté
Pero se limitó
a esbozar una mueca, que no pudo terminar de construir, y cambió de tema,
pasando a describirme alguna de las rarísimas especies animales que había visto
en un recóndito lugar.
A causa de las
historias que me contaba Jorge en mis visitas semanales a la casa de la abuela,
por cierto, de forma muy aséptica y sin ningún tipo de emoción, surgió en mí un
enorme interés por la Biología y la Antropología. Cuando cumplí los dieciocho y
tocó decidir qué estudios universitarios comenzar, lancé una moneda al aire y
salió cara. Así que me matriculé en Antropología y en cinco años estudié todo
lo conocido relacionado con esa disciplina. Lo “desconocido”, ya lo había
aprendido con Jorge durante los ocho anteriores, aunque yo aún no era
consciente de ello.
El día que presenté mi trabajo fin de carrera obteniendo la máxima calificación, conduje a toda velocidad hasta la casa de mi abuela; pasé a su lado casi sin saludarla cuando me abrió la puerta e irrumpí en la habitación de Jorge envuelto en risas de felicidad.
-
¡Tío Jorge! ¡Lo he conseguido! ¡Antropólogo con
el mejor expediente!
-
¡Enhorabuena! – me replicó, acompañando mis
carcajadas con las suyas
Acto seguido,
un par de lágrimas se asomaron al balcón de sus párpados inferiores y se
deslizaron por su cara, confluyendo en una delicada fusión a la altura de la
barbilla. Entonces, cerró los ojos y expiró. Fue la única vez que oí el sonido
de su risa. De hecho todas mis sesiones en aquel cuarto se habían caracterizado
por una total ausencia de emociones, tanto en Jorge como en mí mismo y siempre
estuvieron presididas por un clima de extraordinaria atención ante sus
increíbles narraciones, que emitía de forma casi mecánica.
Según su
propia voluntad, el tío Jorge fue incinerado, siendo yo quien debía custodiar
sus cenizas hasta que alguien las reclamase. Durante el funeral, un hombre alto, delgado, con el pelo muy
largo, estaba situado en última fila siguiendo atentamente la ceremonia. Al
salir de la iglesia me propuso una cita para el día siguiente. Su tez estaba
curtida. Tenía un acento muy extraño y su cadencia al hablar era muy similar a
la de Jorge: inexpresiva y ausente de emociones. Acepté su propuesta y me
dirigí a casa. Aquella noche, sin saberlo, “derroché” una buena cantidad de
llanto.
Baukal, fue el
nombre con el que se presentó el curioso individuo cuando nos encontramos de
nuevo en el café Oriental. Le dejé hablar y con su raro acento me contó una
historia extraordinaria.
Treinta años atrás,
Baukal encontró moribundo al tío Jorge y no dudó en llevarlo a su aldea. Ese
acto de irresponsabilidad a punto estuvo de costarle el destierro definitivo de
La Comunidad. Mi tío salvó la vida y se recuperó gracias a los sabios cuidados
de Baukal, que se convirtió en el guardián y responsable de los actos de Jorge.
Cuando éste se recuperó completamente, se ganó el respeto del pueblo y lo
adoptaron como uno más. Pronto aprendió a expresarse como ellos y comenzó a
contarles sus aventuras. Las narraciones sobre criaturas, pueblos y paisajes
cautivaron a toda La Comunidad, que acabó bautizándolo como “Kalanko Topica”,
cuyo significado en la lengua nativa es: “Creador de historias”. El tío Jorge
detuvo su viaje en aquel lugar y decidió quedarse allí para siempre, hasta el
fin de sus días.
Mi enorme
curiosidad me impulsaba a interrumpir continuamente a Baukal con preguntas que
siempre obtenían la misma contestación con su curioso deje: “no tengo permiso
para responder a eso”. Tras varios intentos infructuosos, me di por vencido y
le dejé que me contase lo que considerase oportuno.
El pueblo de
Baukal no tenía religión alguna. Si había algo a lo que adorase, era al hombre
mismo. Sostenía que todos tenemos al nacer una pequeña fortuna en forma de
risas y llantos, para gastar a lo largo de nuestra vida. Cada persona tiene una
cantidad diferente y eso condiciona su forma de expresar sentimientos. Aquellos
menos pudientes en este sentido ríen poco
y lloran en contadas ocasiones, pues aunque ellos no lo sepan, su alma
conoce que en el momento en que las risas o los llantos se acaben, morirán de
inmediato. La familia de mi madre debe ser especialmente pobre emotivamente
hablando, a tenor de su forma de proceder.
-
Por eso Jorge me preguntó hace años si yo
lloraba mucho- interrumpí
-
Así es – respondió Baukal
-
También me dijo que riese siempre en compañía
¿Por qué? ¿Estás autorizado para contestar a eso?- dije con poca esperanza.
-
Sí. Eso te lo puedo decir.
Entonces
Baukal me contó que existe una forma de “ahorrarse” risas sin dejar de
manifestar alegría. Si estás en compañía y ríes como respuesta a la risa de
otro, tu cantidad no disminuirá, mientras que tu compañero sólo gastará una: la
iniciadora. En esos casos se dice coloquialmente que “te han invitado a unas
risas”. Sin embargo, esto no ocurre con el llanto y cada vez que llores, sólo o
en compañía, se te descontará uno de tu cuenta.
El tío Jorge
nunca me invitó a una risa. No podía, ya que en su zurrón emotivo sólo quedaba
una, además de un único llanto. Mientras se estaba en el poblado era posible
dar rienda suelta a cualquier sentimiento, pues allí reír y llorar resultaba
“gratis”. Todos los miembros de La
Comunidad donaban sus risas y llantos, poniéndolos en una bolsa común que
misteriosamente nunca se agotaba y se regeneraba continuamente. Sin embargo,
fuera de la Aldea las cosas no funcionaban de la misma manera. Cuando alguien
debía salir, tan sólo le proporcionaban una risa y un llanto para el viaje. Por
esa razón mi tío abuelo y el propio Baukal actuaban de forma tan mecánica e
inexpresiva. Jorge no podía invitarme a ninguna risa y, lamentablemente, yo sólo
le invité a él una vez, sin saberlo. Fue precisamente el día de mi graduación
como Antropólogo. Mi entrada triunfal en aquella habitación dio la oportunidad
a Jorge de reírse por primera y única vez en mi compañía. No gastó su última
risa, pero sí lo hizo con su último llanto. Le fue imposible contenerlo.
Llevaba demasiado tiempo haciéndolo y mi alegría le hizo sucumbir
definitivamente. Hubiera querido explicármelo todo, pero no le dio tiempo.
Jorge era muy
feliz en La Comunidad, pero después de tanto tiempo fuera de su hogar quiso volver por última vez a visitar a
su familia. Su intención era salir del poblado con su equipaje unitario de risa
y llanto, hacer el viaje, pasar una semana en casa y finalmente despedirse para
siempre, regresando al poblado en forma de cenizas. Su guardián Baukal debía
acompañarle con el fin de traerlo de vuelta. Todo marchaba según lo planeado
hasta que aparecí yo en escena. Un niño que mostraba enorme curiosidad, que no
le tenía miedo y que se pasaba el tiempo observándolo, escuchando sus cuentos
con atención. Me consideró como el hijo que nunca tuvo. Esa primera semana se
prorrogó a un mes, luego a un año, después otro y otro más… Baukal esperó
pacientemente, aprendió nuestro idioma, consiguió un trabajo y vivió una vida
aparentemente normal durante casi tres lustros, sin poder iniciar risas ni
llorar en ninguna ocasión. Realmente tuvo que ser una verdadera tortura que
soportó estoicamente. Baukal supo con exactitud el momento en el que mi tío
expiró e hizo los preparativos para el regreso con las cenizas.
-
¿Por qué quieres llevarte sus cenizas?- le
pregunté
-
No tengo permiso para responder a eso – dijo Baukal
por enésima vez
-
¡Me lo temía! – sentencié
Había decidido
entregarle la urna con los restos de Jorge, pero deseaba obtener algo a
cambio y formulé una última pregunta:
-
¿Puedes saber cuántas risas y llantos me quedan?
-
Estate tranquilo, amigo, tienes una verdadera
fortuna de ambos. No obstante recuerda los sabios consejos de tu tío Jorge.
Su
contestación fue suficiente para mí y le tendí el recipiente con las cenizas. A
continuación esbocé una sonrisa que él acompaño un segundo más tarde y que
desembocó en un aluvión de risas que corrió de mi cuenta, como no podía ser de otra
forma. Baukal me lo agradeció con un abrazo. Luego se levantó, de nuevo inexpresivo,
y se fue. Creo que hizo un enorme esfuerzo por no llorar. Ese habría sido su
fin. Parecía un guerrero muy experto. Mientras salía del café, no pude evitar
preguntarme qué edad tendría. Me había contado muchas cosas, pero yo estaba
seguro de que se había callado lo más interesante y extraordinario.
Aquella larga
conversación modificó mi actitud ante la vida. Desde entonces, casi nunca río
sólo y jamás he desperdiciado un llanto. Siempre que he llorado, ha sido por
algo que merecía la pena. Hace un mes he cumplido setenta y cinco años. Mis
amigos me prepararon una fiesta sorpresa en la que di rienda suelta a mis
emociones sin reparar en gastos. Cuando volví agotado a mi casa encontré una
misteriosa carta con un escueto mensaje:
“Si aún
conservas tu curiosidad de antaño, estoy autorizado a satisfacerla. Para ello
tendrás que hacer un largo viaje”
La nota iba
acompañada por una fecha: 28 de Julio; y un lugar: Aeropuerto de Lusaka
(Zambia).
No precisaba
estar firmada; yo sabía de dónde procedía y no lo dudé ni un solo instante.
Acabo de
bajarme del avión de Zambian Airways y mi corazón parece que se me va a salir
del pecho. Cuando salgo al vestíbulo en el que desemboca el pasillo de las
llegadas, me quedo de piedra al ver la cara de Baukal, que mira con su
expresión de cera buscando a alguien. El tiempo no ha pasado por él, en cambio
yo ya soy un viejo, aunque muy bien conservado y ágil para mi edad. Él me
reconoce enseguida y nos abrazamos fuertemente. Yo no puedo evitar derramar
unas lágrimas. Baukal se contiene y sólo reacciona cuando le invito a unas
risas. Luego, sin dejar de mirarnos, me indica que le siga. Tengo el fuerte
presentimiento de que La Comunidad me reserva muchas sorpresas y creo que “Kalanko
Topica” seguirá contándome sus
maravillosas historias.
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