Tomó con decisión el cepillo de
carpintería. Estaba muy habituado a manejar esa herramienta, similar a un taco
de madera en forma de prisma rectangular, en cuya base se encuentra una ranura
por la que asoma una afilada cuchilla cuya misión es igualar superficies de tablones,
sacándoles, según se precise, finas virutas o gruesas lascas mediante el
correspondiente cepillado.
Su
hija mayor lo miraba desde la puerta de la habitación, inexpresiva. Tenía el
rostro enjuto, lo que le hacía aparentar mayor edad aunque sólo era una
adolescente. Todo había sido convenientemente planeado y estaba convencido de
que ella sería capaz de llevar a cabo su tarea sin pestañear.
Miró
su cara, demandando el gesto de asentimiento que ella le otorgó con una ligera inclinación de cabeza.
Entonces, ajustó la cuchilla para que
profundizase un poco más, apoyó el cepillo en la parte alta de su propio muslo
y respiró profundamente una vez; dos veces… Con la tercera inspiración inició la muesca en
la carne expulsando el aire con un grito desgarrador. Antes de llegar a la
rodilla se desmayó.
Cuando
despertó estaba tumbado en la cama. Su querida hija se encontraba a su lado con
los ojos enrojecidos. Se llevó la mano a la pierna y confirmó la existencia del
apretado vendaje. Tenía mucho calor y se encontraba aturdido, debido al efecto
de la inyección analgésica que le había aplicado su primogénita. Inició una
pregunta que ella abortó tapándole dulcemente la boca y sonriendo con ademán
afirmativo. La tarea había sido ejecutada según lo acordado. Escuchó las risas
de sus dos hijos menores, que se encontraban cenando en la cocina. Todo había
pasado. Cerró los ojos tratando de relajarse, pero los abrió de nuevo
súbitamente. El punzante dolor que sentía en la herida con cada uno de los
golpes de mandíbula de sus dos pequeños al masticar el filete y el caudal
sanguíneo que volvía a manar con intensidad, le hizo perder de nuevo el
conocimiento… y a la postre, también el poco juicio que le quedaba.
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