Hay frases que se aprenden a
cincel durante la infancia o la adolescencia. Una de mis favoritas es la ley de
conservación de la energía. Suena como un poema:
“La energía ni se crea ni se destruye, sólo se transforma”
La
primera lección que aprendí de él fue que el sufrimiento y la tristeza son dos
tipos de energía muy especiales. A diferencia de otras, éstas sí se crean y
nunca se transforman ni se destruyen. Cuando estamos acuciados por algún
problema o nos sentimos afligidos, siempre viene bien confesarlo a alguien
cercano. Lo llamamos desahogo y verdaderamente eso hace que nos sintamos mejor.
Nos libera de parte de nuestra carga y parece que la pena va desapareciendo. Lo
que realmente ocurre es que esa amargura que soltamos se disuelve en las
emociones de nuestro interlocutor; se la traspasamos. Si su estado anímico es
el adecuado, apenas le afectará. Sin embargo si no está en buena disposición,
el traspaso de aflicciones será una carga pesada y comenzará a sufrir. Todos
somos contenedores emocionales de capacidad ilimitada. Si predomina la alegría,
nuestros miedos y pesares no serán percibidos; como cuando se echan unas gotas
de vinagre en un depósito de mil litros de agua. Pero si nuestra felicidad
empieza a evaporarse rápidamente, llegará un momento en el que notaremos el sabor
acético.
En
aquella época iba a visitar diariamente
a mi madre. Se encontraba en coma tras su derrame cerebral y yo era escéptico
sobre si realmente sentía mi compañía. Me sentaba a su lado, la observaba y me
pasaba todo el tiempo practicando un ejercicio de represión de lágrimas; generando desdicha. Él reposaba en la cama de
al lado. Los primeros días sólo nos intercambiamos educados saludos y alguna
que otra pregunta banal que respondimos con monosílabos. Luego supe que me
estaba estudiando. Un buen día comenzamos a construir frases más largas y al poco rato ya estábamos charlando
animadamente y riéndonos. Llegué a olvidar que me encontraba en una habitación
de hospital, acompañando a mi madre en sus últimos momentos de vida. Esperaba
ansiosamente la cotidiana cita y salía antes de trabajar para acudir a ese
laboratorio de emociones situado en la quinta planta del centro hospitalario.
Me
contó muchas historias de todo tipo: divertidas, tristes, melancólicas… Yo le
correspondí hablándole de mis actividades diarias: aspectos de mi trabajo, mi
vida familiar, mis miedos, mis proyectos... sin saber que eso era parte de mi formación.
Aprendí a escuchar, a mirar a los ojos, a provocar sentimientos sinceros. Supe
que un devorador de tristeza es una de esas personas que continuamente demuestra
buen humor y optimismo; que contagia entusiamo por doquier y que aparentemente nunca
está apesadumbrado. Él era uno de ellos.
Inagotablemente dispuesto a prestar la máxima atención a las
preocupaciones de los demás y recoger parte de sus cargamentos de amargura.
Pero su depósito anímico estaba demasiado lleno de pesares y por eso estaba
allí. Los médicos le hacían todo tipo de pruebas que sistemáticamente concluían
con resultados negativos. No sabían lo que le aquejaba. Sin embargo él conocía
perfectamente la causa de sus males. Era consciente de que muy pronto su
solución emocional quedaría saturada de pena y con ello llegaría su inevitable
final. La mayor parte de las visitas que recibía acababan contándole sus propios
quebrantos, administrándole nuevas dosis de desconsuelo que absorbía con
resignación e incluso con placer.
Me
dijo que su especie estaba en serio peligro de extinción y que si finalmente
ésta se producía, el mundo estaría condenado. Hasta hacía poco, se convocaban reuniones
periódicas entre individuos para realizar trasvases emocionales que los
aliviaban a todos. Era lo más parecido a destruir angustia. Pero últimamente la
desolación reinante estaba acabando con algunos y apenas acudía savia nueva. Ya
no daban abasto y muchos caían fruto de indigestión de desdicha.
No supe que sería mi último día en su compañía, a pesar de que fue la única
vez que me despidió con un simple “adios.” No capté la señal. Esa madrugada mi
madre falleció y con toda la vorágine de acontecimientos posteriores no tuve ni
un instante para recordarlo. Cuando todo se calmó, su imagen volvió a mi mente
y comprendí la importancia de lo que me había enseñado. fui de nuevo al
hospital y al no encontrarlo en su cama me acerqué al puesto de información. Me
quedé con la boca abierta sin poder pronunciar palabra. Habíamos mantenido
conversaciones durante más de tres meses y ni siquiera sabía su nombre… Por lo
visto él sí conocía el mío, pues una vez que pude indicarle a la enfermera la
persona a la que estaba buscando, ella me preguntó cómo me llamaba, para entregarme
a continuación un papel mientras me anunciaba la muerte de mi
desconocido amigo. La nota era muy escueta pero absolutamente clara:
"¡Buena suerte! y ¡Buen
provecho!”
Tras haber cogido el testigo,
llevo más de dieciocho años tratando de cumplir con el encargo encomendado y
hoy comienzo a sentir los primeros síntomas de empacho. Mantengo contacto con
otros como yo, pero cada vez somos menos.
Si te sientes
identificado; si eres considerado por tu entorno como aquél con el que se
pueden compartir aflicciones, dispuesto a regalar sonrisas, privado del derecho
a sentirse apenado, entonces confío en que tarde o temprano contactemos
contigo. De ello depende que el torrente de pesadumbre no lo inunde todo y
acabe por ahogarnos.
Buenisimo, buenisimo
ResponderEliminarPelaez
¡Es precioso!
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