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Dobló la esquina y la colisión fue inevitable. Inicialmente el dolor más intenso lo sintió en plena nariz, justo en el lugar donde impactó el vértice del enorme paquete. El tamaño de la caja era tal, que el viejo que la transportaba tenía la barbilla apoyada en la cima de la misma. Talmente parecía que iba disfrazado de regalo de Navidad. Tras el choque, el anciano dejó su carga en la acera y se dispuso a ayudar a la chica accidentada. Ella estaba ligeramente aturdida por el golpe e incluso se le saltaron un par de lágrimas debido al fuerte porrazo nasal recibido. Se palpó y comprobó que afortunadamente no sangraba. Tenía prisa, así que aceptó distraídamente las disculpas del abuelo; declinó el ofrecimiento que le hizo de acompañarla al Centro de Salud más próximo y siguió su camino a la estación.
La época navideña
no era precisamente su favorita. Eso de que durante un par de semanas todo el
mundo se vistiera de gestos bondadosos, pregonase su amor hacia el prójimo y
repartiera buenos deseos por doquier le parecía de lo más hipócrita. Era como
una falsa tregua de quince días en el clima de hostilidad que parecía reinar
durante el resto del año. Cuando era una niña le encantaba todo lo relacionado
con la Navidad y esa era la principal razón por la que ahora también
participaba de la mascarada como una más. Todo lo hacía por retardarles a los
pequeños de su familia el descubrimiento del verdadero interés comercial de
esas “entrañables fiestas.” Ahora que estaba en la mejor etapa de su vida, en
la que juventud física y madurez mental se dan la mano, era verdaderamente
consciente del daño que podía hacer ese periodo de reuniones familiares en las
que entre aperitivos y postres se deslizan obligadas conversaciones de carácter
intrascendente, salpicadas de sutiles comentarios que esconden viejas
rencillas. Durante la sobremesa, llegado el momento en el que los mayores
comenzaban a recordar con tristeza a los ausentes, siempre aprovechaba para
escabullirse con cualquier excusa. Eso era ya demasiado para ella y normalmente
se iba con los niños a jugar a otra sala mientras los adultos inundaban su alma
con llantos y cava en igual proporción.
Cuando se acomodó
en el asiento del autobús y se relajó, comenzó a sentirse magullada en otros
lugares del cuerpo que habían entrado en contacto con la fatídica caja. Además,
al presionarse la nariz percibía un sordo crujido interno que venía acompañado
de un dolor que le hacía ver las estrellas. Incluso tenía la sensación de que
una pieza dental superior se movía ligeramente. A pesar de todo, se durmió
cuando el autocar salió de la estación y se despertó milagrosamente al llegar a
su punto de destino. Salió rápidamente y recordó el accidentado episodio como
si hubiese sido un sueño. El tacto de sus dedos en las partes doloridas la sacó
de su error.
“¡Menuda nochebuena me espera!” Pensó.
A media tarde ya se encontraba mejor y ayudó
con los preparativos de la cena. Se sentía ágil, con la mente despejada y con
una capacidad y rapidez que la sorprendían. En pocos minutos ya había dejado
lista la mesa del comedor y demandaba nuevos quehaceres que completaba de forma
inmediata. Mientras compartía tareas en la cocina con su madre, vio de reojo
como ésta empujaba involuntariamente con el codo un tarro de cristal abierto y
repleto de alcachofas. Agotada la repisa de mármol que sustentaba el frasco,
éste quedó a merced de la gravedad e inició un viaje descendente sin aparente
retorno, a la vez que la boca del mismo se giraba para encontrarse con el suelo
en un beso mortal. No había completado la mitad del trayecto cuando su joven
mano abrazó el bote, rescatándolo del trágico final y retornándolo al abrigo
de la repisa. Ni siquiera se había derramado una gota de líquido. Intercambió
una sonrisa con su madre, le dio un beso en la mejilla y salió de la cocina
ocultando una mueca de preocupación.
Lo que más le sorprendió no fue la velocidad
de reacción sino cómo había percibido el suceso desde su perspectiva. Había
sido muy sencillo evitar la colisión, pues el frasco caía e iniciaba su giro
literalmente a cámara lenta. No tuvo necesidad de darse prisa, simplemente
desplazó su mano con tranquilidad hacia el lugar adecuado y evitó el golpe del
cristal contra las baldosas. Sin embargo, la expresión de su madre era de las
que estaban reservadas para las ocasiones extraordinarias.
Con un atisbo de inquietud, a modo de
prueba, encendió la videoconsola y cargó ese odioso juego que tanto le gustaba
a su hermano, consistente en alcanzar una meta imposible mientras te acribillan
a disparos desde todos los ángulos. Comenzó a pasar nivel tras nivel con una facilidad
pasmosa, batiendo todos los records vigentes. Sacudió la máquina convencida de
que estaba averiada, pues las imágenes se sucedían con tal lentitud que le
resultaba absolutamente trivial manejar los controles para ir esquivando las
balas. Pero todo parecía estar correcto y su desasosiego inicial se convirtió
en auténtico miedo. ¿Qué le estaba ocurriendo?
Durante la cena se mostró ausente,
interviniendo en las conversaciones a base de palabras sueltas, aisladas y
generalmente monosilábicas. Se limitaba a observar, cada vez más horrorizada,
cómo los miembros de su familia ralentizaban paulatinamente sus movimientos. Por
el contrario, los comensales la miraban con enorme admiración cada vez que ella
ejecutaba alguna acción, seguramente preguntándose cómo era posible imprimir
tal rapidez. El punto culminante fue cuando toda la escena se tornó estática,
como si estuviese visionando una película y el reproductor se hubiese quedado
atascado parando la imagen. La primera vez fue sólo un instante, apenas un segundo,
transcurrido el cual todo volvió a la tediosa lentitud que ya consideraba signo
de normalidad. Dos veces más soportó este fenómeno y tuvo la percepción de que
el “atasco” era cada vez algo más prolongado. De hecho en el segundo tuvo
tiempo de levantarse de la mesa e iniciar una carrera hacia el baño para
vomitar toda la cena. Sus familiares no podían explicarse cómo había salido del
comedor, ya que lo único que pudieron apreciar, a modo de dos fotogramas
consecutivos, fue que primero ella estaba sentada y a continuación el último
tramo de su media melena desaparecía por la puerta que daba al vestíbulo.
En estado de gran ansiedad y hablando con la
mayor lentitud que le era posible, se excusó ante los invitados y se dirigió a
su habitación. Había buenas razones para ello, que se colaron por el inodoro.
Se acostó enormemente preocupada tras ingerir un analgésico y un
tranquilizante. Si ya tenía cierta animadversión hacia las fiestas navideñas,
seguro que ahora no había posibilidad de reconciliación con la nochebuena. Su radio reloj marcaba las 23:47. Se propuso mantener los
ojos abiertos y fijos en los dígitos hasta que cambiasen. Creyó estar largo
tiempo contemplándolos, pero éstos no avanzaron. Finalmente se durmió sin
conseguir su objetivo.
Despertó muy cansada. Era el día de Navidad.
Abrió los ojos y no se atrevió a
moverse. Giró lentamente la cabeza para ver la hora. Eran las 9:15. En la sala
se oían risas y expresiones de júbilo. Recordó todo lo ocurrido durante la cena
y el pánico volvió a adueñarse de ella. Permaneció en la cama más de media hora
cargándose de valor para afrontar su destino. ¿Tendría algún tipo de tumor
cerebral? ¿Cómo se lo comunicaría a su familia? Comprobó que no le dolía la
nariz y el diente parecía estar bien fijo. Salió de su cuarto dispuesta a
experimentar la molesta lentitud de todo lo que la rodeaba. Sin embargo no se
sentía capaz de soportar las esporádicas e incrementales “detenciones”
temporales del mundo. Entró en el salón con el corazón muy acelerado y se
encontró con sus sobrinos que jugaban junto al árbol con sus recién estrenados
juguetes. Todo parecía ser completamente normal. Al verla, uno de ellos se acercó con un paquete que ponía su nombre. Mientras lo cogía, dos
lágrimas asomaron y comenzaron a rodar por sus mejillas. Se sentía cansada pero
muy feliz al comprobar que la vida a su alrededor volvía a discurrir a la
velocidad adecuada. No recordaba un inicio del día de Navidad tan dichoso desde
que era apenas una adolescente. Antes de poder abrir su regalo, tuvo que
escuchar con atención cómo todos los pequeños querían decirle casi
simultáneamente lo que les había dejado Papá Noel. Tuvo la impresión de que era
capaz de adivinar los regalos de cada uno de ellos, además de una especie
de “déjà vu” de los paquetes que le mostraban.
Finalmente pudo abrir su propio su presente. Ante sus ojos apareció un broche de oro blanco con
brillantes incrustaciones, representando un copo de nieve. Una nota sin
firma lo acompañaba con el siguiente texto:
“Lamento el brusco encuentro de ayer,
pero era la mejor manera de reclutarte. Tu ayuda ha sido fundamental para finalizar el
reparto a tiempo. Ahora que conoces el secreto, espero tu colaboración también para
el próximo año. ”
En ese momento volvió a nacer en ella el
amor por la Navidad, independientemente de aquello en lo que la hemos convertido
con el tiempo, erradicando su verdadera magia de nuestras mentes.
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