Apenas era un adolescente cuando la conocí. Estaba con mis mejores amigos en uno de los guateques que en aquella época se organizaban con frecuencia, cuando apareció de repente en la fiesta. Desconozco quién fue la persona que la trajo pero lo cierto es que nada más llegar se convirtió en el centro de atención de todos los presentes. En un primer momento he de reconocer que no me cayó demasiado bien, no obstante en poco tiempo me quedé totalmente prendado. Me acompañó durante varios años en los que sólo vivía por y para ella. Un buen día, sin previo aviso, la dejé. Poco después conocí en la Universidad a la que habría de ser mi esposa; me casé y tuve dos hijos.
Años más tarde se volvió a cruzar en mi camino y de nuevo sucumbí a sus encantos. Se lo oculté a mi mujer pensando que sería algo pasajero. Sin embargo mis visitas a aquel apartamento clandestino se convirtieron en una rutina. Todas las tardes de los lunes y los jueves, subía ansioso las escaleras que daban al oscuro zaguán; llamaba al timbre y una vez que se abría la puerta iba directo a la habitación del final del pasillo donde me esperaba pacientemente. Después de dos horas de aislamiento de todos mis problemas y tras dejar un par de billetes de cien euros bajo el cenicero de la mesita de noche, volvía relajado a mi casa con una gran sonrisa de felicidad. Nuestros encuentros siempre eran en aquella vieja alcoba. Éstos se fueron haciendo cada vez más frecuentes y mi economía se veía fuertemente resentida. Ella sólo se ocupaba de hacerme feliz sin formularme ningún reproche ni obligarme a elegir. Bien sabe Dios que amaba a mi mujer y sin embargo era incapaz de acabar con aquella ruindad que me degradaba como persona. Cuando su influencia sobre mí me llevó a ponerla por delante de mi familia, sentí vértigo y se me planteó el dilema más duro e importante de mi vida. En un momento de sensatez volví a tomar la firme determinación de abandonarla. Al principio fue muy duro pero en un par de semanas comencé a sentirme liberado de su embrujo. Estaba orgulloso de mí mismo sin sospechar la venganza que me preparaba.
De alguna manera entró en contacto con mi cónyuge y también la cautivó. Ahora era mi compañera la que la frecuentaba e incluso la traía a nuestra casa en mi ausencia. Yo nunca me había atrevido a tanto. Un día, al volver al hogar, encontré una ambulancia estacionada frente al portal. Subí en el ascensor preguntándome la identidad del vecino que necesitaba asistencia. Al salir al rellano me di de bruces con un policía que salía de mi casa. El griterío que emanaba de mis dos hijos aceleró mi paso al entrar en el domicilio, y a la carrera, desoyendo los consejos del agente que me seguía sin poder darme alcance, irrumpí en nuestro dormitorio. Inerte, tendida sobre la cama, yacía mi esposa. La tira de caucho en el brazo izquierdo junto con la jeringuilla aún insertada en la vena, me confirmaron que Ella, mi amada heroína, había sido su despiadada asesina.
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