¡Otro paseíllo más!, pensó
mientras se calzaba los ajustados pantalones. Sabía que no sería el último, muy
a su pesar. Aún le quedaban muchas “faenas” por delante y un montón de plazas
que visitar una y otra vez: Sevilla, Madrid, Barcelona, Bilbao... Las grandes
capitales eran las peores. En los pequeños pueblos aún podía esconderse un
poco, pero en las ciudades importantes había que emplearse a fondo, pues la
exigencia era mucho mayor.
Aunque
odiaba su actividad, tenía una gran reputación y una profesionalidad fuera de
toda duda. Cuando estaba en cartel, la afluencia era masiva y se hacían grandes
cajas. Las críticas por no arrimarse demasiado eran absolutamente falsas,
levantadas desde dentro, fruto de la envidia. No tenía ningún miedo a los
revolcones; es más, se diría que los buscaba con ahínco desde el primer instante.
Ya
faltaba poco para “saltar a la arena”. Siempre que salía al ruedo se le
humedecían los ojos. Las primeras veces lloró como un bebé, pero ahora sabía
contenerse. Sentía cómo se posaban sobre su cuerpo todas las miradas. Era un objeto
de deseo y eso, lejos de producirle satisfacción, le repugnaba.
Se
puso la luminosa chaquetilla salpicada de abalorios; contempló la virgen que
tenía sobre la mesa y le lanzó un beso con una petición anudada. La misma de
siempre. Después se dispuso para recibir una embestida tras otra con la mirada
perdida en el tendido; maldiciendo el día en el que abandonó su país buscando
un futuro mejor. Soportaría las “cornadas” en su cuerpo otra noche más. Soñaba
con “cortarse la coleta” y volver a casa con los suyos. La obligación de satisfacer una
inexplicable y creciente deuda, contraída con su “apoderado”, era su cadena
perpetua. Quizá a ella, con los años, le concederían el indulto.
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