7:55 de la mañana. Sospecha que
su deseo no se ha cumplido. Abre los ojos y… En efecto, todo sigue igual. Una
jornada más que comienza con desilusión. El mismo ritual de siempre: primero un
pie en la alfombra, luego el otro, y un pequeño paseo al baño. El caudal ya no
es constante y se expresa en forma de pequeños chorros intermitentes, que
suenan burlescamente al impactar en las aguas calmas del inodoro. Después, ya
en la cocina, el sonido de la vieja “Citromatic” delata la preparación del zumo
matutino. Un pálido café, que hace juego con su rostro, acompañado de ocho
galletas, es el prólogo a la primera ración de pastillas. Siempre se hace la
misma pregunta:
-
¿Cómo sabrá cada una a dónde tiene que ir?
La
mañana transcurre lentamente, disipando poco a poco la desilusión y
transformándola en paciente resignación. Son los momentos de mayor bullicio, surgido
de la pantalla del televisor en la que varias personas hablan simultáneamente y
ninguno se escucha. El volumen del aparato hace que el sonido se expanda por
toda la casa. Se cansa rápido y cierra el pico de todos con una pequeña pulsación
sobre el mando a distancia:
-
¡Ya podía funcionar todo así! – se dice entre
dientes.
Antes del mediodía
ya está pensando en la comida. Cree que si lo hace todo con rapidez, el día se
terminará antes; que si se toma a las doce las pastillas de las tres, quizá
gane tres horas.
Hoy toca arroz;
ayer fue pescado. Calienta la cazuelita al baño maría y después come
directamente de ella. Así no hay que fregar platos. Nuevo cóctel de pastillas y
otra vez al sillón de la sala. En esos momentos vuelve a brotar la ilusión
diaria. Siente el cosquilleo de cada tarde pensando en que su deseo está más
cerca de hacerse realidad. Un arrítmico duerme vela consume un par de horas
más. Después se obliga a salir a la calle a base de empujones en el alma. Su
mano hace la mayor parte de la fuerza, apoyada sobre el bastón de madera color
caoba. No se aleja mucho del portal y recorre la pequeña calle de un lado a
otro, como un oso enjaulado, con los ojos tristes. Al igual que el plantígrado,
anhela la libertad que se le niega día tras día.
Ya son casi
las siete y media de la tarde y llega la cena. Se acerca el mejor momento del
día. Un poco de sopa; un yogur y después el manjar de las últimas
píldoras. El atractivo lo proporciona precisamente eso: que quizá sean
verdaderamente las últimas.
La noche es
dominio de la radio. La escucha sentado en la cama, meditando, deseando, enormemente
ilusionado de nuevo. Se siente como un viajero en tránsito, perdido en un
recóndito aeropuerto, esperando que despegue por fin su vuelo, retrasado una y
otra vez por razones ajenas a su voluntad. Lleva la mano al pecho tratando de
calmar a su corazón, con el nerviosismo de quien revisa su tarjeta de embarque
sin fecha de partida. Sus labios dibujan en silencio un porqué.
A veces, uno llega a tal estado, que ni siquiera le resulta atractivo a la muerte y se convierte en una pieza demasiado fácil para tomarla en consideración. Por eso él mantiene su ilusión. Paradójicamente, lo que le hace levantarse cada mañana es precisamente el ferviente deseo de que catorce horas después, sea la última vez que tenga que acostarse.
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