No se podía ser más competitivo.
En todas partes veían la oportunidad de una contienda, una carrera, una
apuesta,… El destino los citó en la sala de quimioterapia de un hospital, a la
que acudían periódicamente para prestar sus venas como autopistas de un líquido
destructivo, que barría sin pedir documentación cuanto encontraba a su paso, asumiendo los daños
colaterales a cambio de diezmar al enemigo. En una de esas largas y tediosas
tardes en las que coincidían esperando turno para el lavado interior con “napalm”
celular, comenzaron a conversar sobre lo que desde hacía unos meses dirigía sus
vidas: sus respectivos males. Ambos estaban convencidos de que la probabilidad
de éxito de aquel ritual químico era similar a la del intento de vaciar el
océano con una cuchara sopera, pero se sometían estoicamente al proceso como
acto de fe. ¿Cómo salir victorioso de una criba de células malignas, si éstas
suponen “el todo”?. Cual tétrica paradoja, la victoria en este caso suponía la
extinción, y por ende la derrota.
Casi
sin darse cuenta iniciaron una pugna sobre cuál de sus tumores era más agresivo
y ese debate les hizo aquella tarde más llevadera. No llegaron a un veredicto
final del combate y aplazaron la discusión para un próximo encuentro. Curiosamente,
el deseo de reanudar el choque dialéctico les mantuvo ocupados recopilando
información sobre los devastadores efectos de sus respectivos cánceres con el
objeto de obtener contundentes pruebas con las que convencer a su adversario.
Por primera vez en todo el ciclo de la quimioterapia, se mostraron deseosos de
volver a encontrarse en aquella sala. Un aliciente para acudir a las sesiones había
nacido del macabro envite.
Una
vez más no hubo vencedor en ese segundo asalto pugilístico. Aquella disputa era
como determinar al más malévolo entre Satanás y Lucifer. Entonces, uno de ellos
formuló la apuesta definitiva y dio un giro a la competición:
-
Te apuesto mi propia vida contra la tuya, a que
soy el último de los dos en dejar este mundo.
-
¡Trato hecho! – contestó el otro sin el menor
titubeo.
Un nuevo torneo surgió entre ellos. Su carácter de ganadores no les
permitía dar su brazo a torcer y sesión tras sesión acudían solícitos a la cita
con una sonrisa victoriosa, a pesar de
que el cáncer continuaba horadando las entrañas de ambos. Cuando llegaron a la
fase terminal y fue preciso ingresarlos, pidieron compartir habitación,
revelando su apuesta como justificación de la petición. Los médicos, atónitos,
accedieron quizá como quien concede su último deseo a un condenado.
Pasaron días, semanas, meses…, durante los cuales, en la cuarta planta
de un hospital a las afueras de la ciudad, seguía celebrándose una carrera entre
dos incansables atletas que no era capaz de determinar al triunfador. En el
fragor de la batalla, mientras luchaban el uno contra el otro, forjaron la
derrota del tercero en discordia, del que se habían olvidado. La insistencia fruto
de su exagerada competitividad, hizo comprender a los tumores que les
aquejaban, que no tenían nada que hacer y finalmente fueron ellos los que acabaron por rendirse.
Casi un año después, en el vestíbulo del hospital, se improvisó un extraño pódium con un sólo escalón rotulado con el número uno. Sobré él, los dos rivales se premiaron mutuamente con un abrazo que rubricó el empate técnico.
Uf, me he llegado a meter en la carrera...
ResponderEliminarDe eso se trataba. De meterse participar... y ganar.
EliminarQué bueno!!
ResponderEliminary qué esperanzador, la verdad :)
Bs
Muchas gracias Miss Lund. Sí, es realmente esperanzador o al menos eso peretendí transmitir.
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