Maridaje musical: Las cuatro estaciones. El invierno III Alegro (Vivaldi)
Todo el pueblo estaba alterado por la noticia. Una pequeña localidad de no más de mil habitantes tenía el inmenso honor de acoger el auténtico concierto del siglo. Nunca un evento tuvo una denominación más acertada, pues la orquesta protagonista fue presentada como aquella cuya extraordinaria singularidad era ofrecer su magistral repertorio una vez cada cien años. El acontecimiento se anunció con una semana de antelación; tiempo sobrado para seleccionar al público asistente. El único requisito: ser mayor de edad; la entrada era gratuita y la selección debía ser totalmente al azar entre los voluntarios. Nadie conocía a los músicos; éstos aparecerían en el escenario en el momento inicial del concierto y se irían sin demora a la finalización del mismo. Declinaron agradecidamente cualquier tipo de agasajo o remuneración por parte de la corporación municipal, insistiendo en que su misión era transmitir felicidad centenaria y que se sentirían sobradamente pagados con la energía y entusiasmo que recibieran de la audiencia. Casi todos los adultos de la villa se postularon como espectadores.
Llegó el día señalado. El pequeño teatro con un aforo de poco más de un centenar de personas estaba completamente abarrotado. Tan sólo pasaba un minuto de las ocho de la tarde cuando se apagaron las luces. De forma inmediata comenzó a amanecer en escena a la vez que un gran telón ascendía lentamente, dibujando tras de sí una estampa asombrosa. Inmóviles tras sus atriles, cincuenta músicos perfectamente uniformados con oscuros trajes sobre blancas camisas, esperaban con actitud marcial la llegada de su director. Todos eran ya ancianos. Las manos de los que estaban situados en vanguardia quedaban perfectamente visibles por el público de las primeras filas. Unas falanges huesudas cimentadas en prominentes nudillos, descansaban sobre los respectivos instrumentos musicales, ansiosas por ofrecer toda su magia. El silencio era ensordecedor y los asistentes comenzaron a intercambiar cómplices miradas a medio camino entre ternura y asombro. Entonces apareció el Maestro. Sin duda era el más viejo de todos; casi no podía levantar los pies del suelo y se movía mediante ligera fricción entre las suelas de sus zapatos y las tablas. A duras penas era capaz de mantener el cuerpo erguido y sin embargo abortó con un rápido y cariñoso gesto el intento de ovación con el que se le pretendió tributar. Dando la espalda a la orquesta se dirigió a la concurrencia, anunciándoles el concierto de sus vidas, con dos partes bien diferenciadas: El pasado y El futuro. Acto seguido, se giró grácilmente, sacó su pequeña batuta y la agitó con firmeza en sincronía con los primeros acordes.
El primer movimiento trasladó inmediatamente al auditorio a su más lejana infancia. Al abrigo de violines, chelos y clarinetes revivieron el amor de una madre, la protección paterna, los pequeños disgustos infantiles… A continuación experimentaron de nuevo los cambios fruto del inicio de la adolescencia, la felicidad de enamorarse, la sensación del primer beso. A ritmo de percusiones entraron en la etapa adulta. La rutina del trabajo y los esporádicos momentos de verdadera felicidad eran transmitidos mediante armoniosas melodías que quedaban apagadas por el rítmico sonido de los timbales. El final de la primera mitad del concierto enlazó directamente con la segunda sin tiempo para fútiles aplausos que no harían sino quebrar el hechizo. Entonces comenzó la representación musical del porvenir. Toda la orquesta al unísono interpretó indescriptibles melodías con notas irreales emitidas en imposible cadencia. Los presentes se entregaban en cada momento. La energía musical fluía torrencialmente desde el escenario al patio de butacas y éste le devolvía en compensación fuerza y sentimientos vitales. A medida que avanzaba el concierto, los músicos se veían más ágiles, más jóvenes, más vivos; mientras que la audiencia se iba consumiendo fruto del virtuoso y virtual paso de los años. En esta dinámica transcurrieron dos horas en las que más de cien almas experimentaron colectivamente la totalidad de sus individuales vidas. Los últimos acordes de la ahora joven y renovada orquesta sonaron a réquiem, como homenaje póstumo a un público que ofreció generosamente lo más valioso que poseía. No hacía falta ninguna postrera ovación. Recogieron sus instrumentos y desaparecieron con el mismo misterio con el que surgieron, mientras caía el telón. En la platea un centenar de cadáveres con rictus de felicidad en sus arrugados rostros, descansaban en absoluta paz.
Todo el pueblo estaba alterado por la noticia. Una pequeña localidad de no más de mil habitantes tenía el inmenso honor de acoger el auténtico concierto del siglo. Nunca un evento tuvo una denominación más acertada, pues la orquesta protagonista fue presentada como aquella cuya extraordinaria singularidad era ofrecer su magistral repertorio una vez cada cien años. El acontecimiento se anunció con una semana de antelación; tiempo sobrado para seleccionar al público asistente. El único requisito: ser mayor de edad; la entrada era gratuita y la selección debía ser totalmente al azar entre los voluntarios. Nadie conocía a los músicos; éstos aparecerían en el escenario en el momento inicial del concierto y se irían sin demora a la finalización del mismo. Declinaron agradecidamente cualquier tipo de agasajo o remuneración por parte de la corporación municipal, insistiendo en que su misión era transmitir felicidad centenaria y que se sentirían sobradamente pagados con la energía y entusiasmo que recibieran de la audiencia. Casi todos los adultos de la villa se postularon como espectadores.
Llegó el día señalado. El pequeño teatro con un aforo de poco más de un centenar de personas estaba completamente abarrotado. Tan sólo pasaba un minuto de las ocho de la tarde cuando se apagaron las luces. De forma inmediata comenzó a amanecer en escena a la vez que un gran telón ascendía lentamente, dibujando tras de sí una estampa asombrosa. Inmóviles tras sus atriles, cincuenta músicos perfectamente uniformados con oscuros trajes sobre blancas camisas, esperaban con actitud marcial la llegada de su director. Todos eran ya ancianos. Las manos de los que estaban situados en vanguardia quedaban perfectamente visibles por el público de las primeras filas. Unas falanges huesudas cimentadas en prominentes nudillos, descansaban sobre los respectivos instrumentos musicales, ansiosas por ofrecer toda su magia. El silencio era ensordecedor y los asistentes comenzaron a intercambiar cómplices miradas a medio camino entre ternura y asombro. Entonces apareció el Maestro. Sin duda era el más viejo de todos; casi no podía levantar los pies del suelo y se movía mediante ligera fricción entre las suelas de sus zapatos y las tablas. A duras penas era capaz de mantener el cuerpo erguido y sin embargo abortó con un rápido y cariñoso gesto el intento de ovación con el que se le pretendió tributar. Dando la espalda a la orquesta se dirigió a la concurrencia, anunciándoles el concierto de sus vidas, con dos partes bien diferenciadas: El pasado y El futuro. Acto seguido, se giró grácilmente, sacó su pequeña batuta y la agitó con firmeza en sincronía con los primeros acordes.
El primer movimiento trasladó inmediatamente al auditorio a su más lejana infancia. Al abrigo de violines, chelos y clarinetes revivieron el amor de una madre, la protección paterna, los pequeños disgustos infantiles… A continuación experimentaron de nuevo los cambios fruto del inicio de la adolescencia, la felicidad de enamorarse, la sensación del primer beso. A ritmo de percusiones entraron en la etapa adulta. La rutina del trabajo y los esporádicos momentos de verdadera felicidad eran transmitidos mediante armoniosas melodías que quedaban apagadas por el rítmico sonido de los timbales. El final de la primera mitad del concierto enlazó directamente con la segunda sin tiempo para fútiles aplausos que no harían sino quebrar el hechizo. Entonces comenzó la representación musical del porvenir. Toda la orquesta al unísono interpretó indescriptibles melodías con notas irreales emitidas en imposible cadencia. Los presentes se entregaban en cada momento. La energía musical fluía torrencialmente desde el escenario al patio de butacas y éste le devolvía en compensación fuerza y sentimientos vitales. A medida que avanzaba el concierto, los músicos se veían más ágiles, más jóvenes, más vivos; mientras que la audiencia se iba consumiendo fruto del virtuoso y virtual paso de los años. En esta dinámica transcurrieron dos horas en las que más de cien almas experimentaron colectivamente la totalidad de sus individuales vidas. Los últimos acordes de la ahora joven y renovada orquesta sonaron a réquiem, como homenaje póstumo a un público que ofreció generosamente lo más valioso que poseía. No hacía falta ninguna postrera ovación. Recogieron sus instrumentos y desaparecieron con el mismo misterio con el que surgieron, mientras caía el telón. En la platea un centenar de cadáveres con rictus de felicidad en sus arrugados rostros, descansaban en absoluta paz.
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