Maridaje musical: "A dónde irán los besos" (Victor Manuel). Versión de Vaudí Cavalcanti
Ingresé en el vagón
con el pitido que anunciaba la salida. Era una delicia viajar en metro a última
hora, ya que no había problemas para encontrar asiento. Todos estaban
disponibles para mí. Me acababa de despedir de Claudia, compañera del grupo de
teatro, en uno de los cruces del laberinto subterráneo. Ella tenía que tomar
otra línea que la condujese a su destino. Esa tarde el ensayo se había demorado
más de lo inicialmente previsto. Cuando una escena se enreda, conviene deshacer
el nudo mientras aún está fresco, pues en caso contrario podría hacerse más
fuerte y, en consecuencia, más difícil de desatar. Pensé que sería el único
ocupante, pero un hombre mayor tuvo tiempo de entrar tras de mí. Lo hizo con
una agilidad impropia para una persona de su edad. Aun así, creo que no se
libró de un pequeño golpe con el filo de la puerta.
No
me agrada estar completamente sólo en un vagón de tren, pero aún es más
desagradable tener una compañía unitaria y desconocida. La situación todavía se
tornó más molesta y violenta cuando el hombre se sentó justo a mi lado, como si
no hubiese plazas libres de sobra. Saqué mi teléfono móvil y me dispuse a
disimular con el “whatsapp”, a pesar de que no había ningún tipo de cobertura.
No dio resultado y antes de que cogiésemos velocidad me dijo:
-
Besiabrazo.
-
¿Perdón? – le inquirí, pues no
había entendido bien su aparente “saludo”.
-
¡Besiabrazo! – repitió, elevando
la intensidad.
-
Lo siento, no entiendo…
-
¡Que tenías que haberle dado un
besiabrazo!, chico.
-
Perdóneme, pero no sé a qué se
refiere…
-
Al despedirte de ella, vi en tus
ojos que deseabas dárselo.
-
¿Qué es un besiabrazo? – pregunté,
a pesar de que me hacía una idea de lo que quería decir.
-
¿No lo sabes? Se trata de una
palabra inventada por mí y no es más que una mezcla de los términos “beso” y
“abrazo”. Cuando se intercambia con sinceridad entre dos personas que se tienen
cariño, proporciona una de las sensaciones más agradables que se pueden
experimentar. He visto mucha complicidad entre vosotros y estoy seguro de que deseabas
darle uno. Espero que no te traiga consecuencias haberlo reprimido.
Todo
aquello me estaba resultando harto incómodo, pero no tenía escapatoria. La
posibilidad de cambiarme de sitio quedó descartada, ya que supondría una falta
de educación. Al fin y al cabo, el viejo no tenía mala pinta; iba correctamente
vestido y sólo trataba de ser amable. Además, había dado en el clavo. Escasamente
diez minutos antes, me moría por darle un “besiabrazo” a Claudia. Sin embargo no me atreví. No
le encontré mucho sentido, pues nos veíamos casi a diario. Yo era de los que
consideraba que esas cosas debían reservarse para las auténticas despedidas.
Ésas que suponen una ausencia de al menos unas semanas. Regalarse tales
muestras de afecto muy a menudo no me parecía procedente. Por eso aborté mi
deseo de abrazar a Claudia. Utilicé estos argumentos con mi interlocutor y
dije:
-
¿Por qué iba a darle un
“besiabrazo”, si voy a volver a encontrarme con ella mañana?
- ¿Qué tiene eso que ver? Si tú lo
deseabas deberías haberlo hecho – me contestó con una sonrisa.
-
Y ¿Qué hubiera pasado si lo
hubiese rechazado? ¡Menuda vergüenza! - añadí
-
Nadie rechaza un besiabrazo cuando
es sincero. Voy a hacerte una pregunta: ¿cuántos años me echas?
En
una muestra de cortesía, desconté un lustro a la edad que aparentaba y
respondí:
-
Sesenta y cinco.
Su
inesperada carcajada me asustó.
-
¿Tan deteriorado me ves? Tengo
menos de cincuenta. Y ¿sabes cuál es la razón de mi aspecto? Un besiabrazo
enquistado. Si quieres te cuento la historia.
Asentí
con los ojos como platos y la boca abierta, mientras guardaba de nuevo el
móvil, con el que había estado jugueteando durante la conversación. Acto
seguido, el anciano prematuro comenzó con su relato.
-
Elisa era una compañera de la
Facultad con la que tenía una relación de amistad muy cercana. Nos sentábamos
uno al lado del otro en el aula, estudiábamos juntos, hacíamos competiciones de
preguntas antes de los exámenes… En fin, éramos amigos con mayúsculas. Nos
veíamos todos los días y precisamente por esa razón tan sólo nos regalábamos
besos y abrazos en momentos puntuales, generalmente ante la partida o el retorno tras un periodo vacacional o un
puente de larga duración. Un buen día, al despedirnos frente a la puerta de la
biblioteca, sentí un enorme deseo de abrazarla y besarla; de darle un
besiabrazo afectuoso, como lo llamábamos nosotros. Sin embargo no lo hice; no
lo consideré oportuno. Me pasó como a ti hace unos instantes. Aquella noche
sentí una pequeña opresión en la parte alta del pecho, como un flato o una
burbuja interna. Al otro día Elisa no estaba a primera hora. “Se habrá
dormido”- me dije. A media mañana el jefe de estudios irrumpió en la clase de
Historia del Arte con la cara desencajada y nos comunicó que Elisa había
fallecido. Un automóvil la atropelló muy cerca del portal de su domicilio. Ya
te puedes imaginar el impacto que causó en mí la pérdida de mi amiga, pero esa
no es la cuestión importante en esta historia. Aunque parezca imposible, la
tristeza, por grande que sea, se acaba disolviendo. La vida ha de continuar y
todos superamos tarde o temprano la muerte de un ser querido. Lo que no se me
quitaba era esa opresión, sino que se hacía cada vez más molesta. Sentía el
estómago encogido y me resultaba dificultoso comer. Llegué a pensar que tenía
el esófago parcialmente obstruido. Acudí a especialistas de todo tipo, pero no
supieron decir lo que me aquejaba. Todas las pruebas eran absolutamente
negativas. Como no me sentía especialmente desanimado, descartaron que
estuviese sufriendo un episodio depresivo. Al final, el diagnóstico fue: trastorno
idiopático digestivo, que es como decir “no tenemos ni idea”.
Los síntomas iniciales lejos de desaparecer, se hacían
más acusados y otros nuevos se sumaban. Comencé a sentirme cada vez más débil,
a envejecer prematuramente y a dejar de sentir cariño. Cuando me disponía a
abrazar a alguien, no era capaz de hacerlo o lo hacía de manera tan forzada que
el resultado era peor. Eso me preocupó sobremanera y ante mi desconfianza en la
medicina, frecuenté todo tipo de brujos y curanderos. La fortuna me llevó a la
consulta de uno que descubrió la causa de todos mis males. Aún recuerdo la
pregunta que me hizo en la primera entrevista: “¿Ha reprimido usted algún beso
o abrazo hacia alguna persona querida?" La respuesta se dibujó en mi rostro. Me
comunicó entonces que lo que me aquejaba era una obstrucción afectiva. La
solución pasaba por entregar a su destinatario ese abrazo pendiente que impedía
la salida de cualquier tipo de muestra de estima. Ante la imposibilidad de tal
acción, mi suerte estaba echada. Lo único que él podía hacer era retardar el
proceso lo más posible. Me contó que me iría marchitando poco a poco, de dentro
afuera; que comenzarían a aparecer pequeñas manchas en el interior de mi
corazón a modo de diminutas llagas. En el momento en el que tuviesen cierto
tamaño me llegaría el triste final. Desde entonces acudo una vez por semana a
su consulta para someterme a un proceso de hipnosis que me transporta a
momentos compartidos con Elisa. Revivir los besiabrazos intercambiados con ella
consigue engañar durante unos días a mi cuerpo, en los cuales mi deterioro se
detiene. Pasado ese periodo, todo continúa su curso.
Han pasado ya casi veintisiete años desde aquél instante
en la puerta de la biblioteca y te garantizo que no ha habido una sola jornada
en la que no me haya arrepentido por haber frustrado la entrega de ese gesto de
afecto. Llevo dentro de mí un besiabrazo para un destinatario que ya no puede
recibirlo. Un besiabrazo que me ha obstruido el corazón y que terminará por
convertirlo en una gran ciruela pasa. No creas que estoy triste por ello. Asumo
mi destino con ánimo. Veo cada semana a Elisa, aunque sea bajo los efectos de
la hipnosis y le doy virtualmente, una y otra vez, ese besiabrazo pendiente.
El
final del trayecto de la línea nos devolvió a la realidad. Mi parada había
quedado atrás hacía mucho tiempo y la suya… Supongo que él no tenía una parada
de destino. En el andén nos despedimos. Le di un abrazo al que no pudo
corresponder y salí corriendo.
Atravesé
la ciudad y una hora más tarde me encontraba ante la puerta de la casa de
Claudia. Me abrió ella misma y sin mediar palabra me lancé a abrazarla con
todas mis fuerzas, a la vez que le daba un sonoro beso en la mejilla. Ella hizo
exactamente lo mismo, como si lo estuviese esperando. Estuvimos así, fundidos,
más de un minuto. Después, sin decirnos nada, nos separamos. Yo di media vuelta
y ella cerró la puerta. Pude sentir perfectamente su sonrisa al otro lado y
estoy seguro de que también ella percibió la mía.
Desde
aquella conversación en el metro no escatimo cariño con nadie. Reparto todos
los besiabrazos que puedo, sin reprimir ninguno y jamás me he sentido
rechazado. Si te tuviese delante también te daría uno a ti, pues por el hecho
de emplear tu tiempo en esta lectura ya cuentas con mi afecto. No te olvides de
recogerlo cuando nos encontremos.